martes, 24 de diciembre de 2019

FELIZ naVIDAd

Con precipitación y alevosía me dispongo a tirar de blog para desear a todos -a los habituales y a los ocasionales- que tengáis una muy buena Nochebuena y, en general, FELIZ naVIDAd.
Como en tantas otras cosas, en este capítulo de las felicitaciones y los buenos deseos, mi percepción ha ido cambiando y adaptándose, aunque sea a trompiciones, a los nuevos tiempos. Durante unos pocos años -muy pocos- nos aplicamos en el arte del mensaje corto y adquirimos cierta destreza para poner ese puntito emocionante que colocaba al receptor entre la sonrisa tontorrona y la lagrimilla incontenible. Tiempos lejanos ya los del SMS que han quedado aplastados por la potencia del whatsapp.

Desde hace días se acumulan en el teléfono vídeos, memes y animaciones más o menos sofisticadas, más o menos originales. No importa el motivo, ni siquiera le quito una pizca de mérito al reenvío masivo. En algún lugar de la agenda ocupábamos un espacio que hoy tiene un significado especial. Todos son bienvenidos, en todos hay una pincelada de cariño que, incluso si llegase de rebote, me apetece disfrutar y celebro como uno de esos gestos que forman parte del espíritu navideño. Tal vez por eso abro esta vía, para descargar la mala conciencia que inevitablemente dejamos con los mensajes que se quedan pendientes de respuesta y que terminan, en el mejor de los casos, aterrizando en la pista de la Nochevieja.
Pero sobre todo me lanzo a esta nueva modalidad de felicitación para acordarme de los que se acuerdan de uno para bien en un día come este o en cualquier otro momento; de los que reaparecen en fechas señaladas; de los que nunca se fueron aunque ni siquiera aparezcan; de los que siempre están llegando y de los que están por llegar; de los que se fueron demasiado pronto y los que llegaron para quedarse; de los que sentimos siempre cerca por más que nos alejemos de ellos; de los que ellos saben y de los que nunca lo sabrán; de los que me quieren mucho, de los que me quieren un poco y sobre todo de los que me quieren bien. Y muy especialmente de los que más me quieren cuando menos lo merezco.
A todos os deseo una pizca de ilusiones renovadas para meternos en el 2020 con una inercia positiva que nos permita disfrutar del camino. A todos os emplazo a no desistir en el empeño de ser felices, también en Navidad. Y no olvidéis brindar 'por nuestros sueños'.

sábado, 7 de diciembre de 2019

Recuperar el tiempo perdido

Dice un buen amigo que ahora le toca "recuperar el tiempo perdido". Comparte conmigo sus planes en busca de complicidad y me coloca ante una compleja disyuntiva, porque es bien sabido que a los amigos hay que decirles siempre la verdad por dolorosa que resulte, pero también hay momentos en los que la amistad nos obliga a aplicar un tratamiento de choque a base de mentiras piadosas, al menos hasta que baje la inflamación provocada por una crisis existencial aguda.
Por eso he preferido no decirle que no debería perder el tiempo tratando de recuperar el tiempo perdido. Tampoco le he contado que el intento de recuperar el tiempo perdido es una aspiración tan legítima como absurda. Un objetivo aparentemente lógico pero de imposible cumplimiento y, casi siempre, el camino directo hacia la melancolía.
Podemos recuperar el instinto goleador si alguna vez lo tuvimos o la pelota que se nos coló en el balcón del vecino mientras jugábamos en el patio. Podemos recuperar, con la ayuda de los bomberos, al gato que se encaramó en la rama más alta del árbol. Podemos recuperar el aliento cuando llegamos al descansillo del quinto y, con mucho sacrificio, tal vez podamos recuperar alguna vez nuestro peso ideal. Por poder, hasta se pueden recuperar -se han dado casos- las ganas de amar y de vivir después de haber tocado fondo. Pero el tiempo no. No podemos recuperar el tiempo perdido. El tiempo consumido ya no se puede reponer. El depósito de tiempo con el que emprendemos el viaje no es recargable, lo vamos gastando minuto a minuto. Y aunque se lo haya prometido a mi amigo, no es cierto que tenga aparcado en la puerta el DeLorean de Doc Brown.
El caso de mi amigo es un buen ejemplo de ello. Tratar de recuperar el tiempo perdido es, casi siempre, la respuesta al fracaso en el que nos adentramos por culpa de una mala decisión, o de unas cuantas. Un inútil intento por volver al punto exacto en el que decidimos subirnos a un tren que nos llevó a un destino equivocado. Pretendemos volver al mismo anden pero será otro el tren al que podremos subirnos o dejar pasar.
Podemos volver a la Universidad y descubrir ahora el placer de estudiar, sin más pretensión que descubrir nuevos mundos, sin agobios ni presiones por el futuro que depende de unas notas, pero no podemos volver a los 21 ni será la chica de ayer la que esté sentada en el pupitre de al lado. Podemos recorrer el mismo camino y hasta volver a tropezar en la misma piedra, pero las hojas de los árboles serán otras. Es posible que la vida se nos brinde en cueros y nos regale mil oportunidades más, pero serán otras oportunidades. Los besos que no dimos ya murieron en labios ajenos.
El tiempo que fuimos es la huella que dejamos al pasar, la historia que no podemos reescribir por más que adornemos el relato en el libro de memorias, el mejor aval para tratar de aprovechar -desde este mismo instante- el único tiempo que existe, el que tenemos por delante. Si encuentro la manera de hacerlo, le explicaré a mi amigo que deberíamos afrontar el reto sabiendo, como sabemos, que no tenemos ni idea de la fecha de caducidad que llevamos grabada en el cogote.

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martes, 26 de noviembre de 2019

El dolor de Sacristán es puro teatro

"Mientras vayamos durando seguiremos en esto". La frase es de Fernando Fernán Gómez y la toma prestada José Sacristán cuando surge la inevitable cuestión que relaciona su condición de octogenario con la de actor en activo. Porque ambas cosas son ciertas, pero la grandeza con la que ejerce la segunda convierte la primera en detalle secundario. Si acaso, reparas en su edad justo antes de que se alce el telón mientras ojeas el programa de mano y cuando termina la función para añadir un mérito más al espectáculo que ofrece en solitario sobre un escenario durante casi hora y media.
Pepe Sacristán no ha necesitado llegar a los ochenta y tantos para deslumbrar con su capacidad interpretativa. Lo ha hecho muchas veces y en diferentes registros, pero me atrevo a pensar que esta 'Señora de rojo sobre fondo gris' es una de esas experiencias que dan sentido a toda una vida sobre las tablas. Seguramente hace falta una trayectoria como la suya para retratar el dolor como él lo hace. El dolor como sinónimo de amor perdido, de amor arrebatado por la vida.
Puedo imaginar a Sacristán con la ilusión de un principiante ante semejante desafío, empapándose de ese texto, metiéndose en la piel de Nicolás, moldeando a un personaje en el que intuimos la figura de Miguel Delibes escribiendo silencios y masticando la tinta para que las palabras contuvieran la rabia ante tan injusto destino. Nadie como Delibes podía trazar con tanta maestría un relato cuyo desenlace inevitable todos conocemos pero que avanza paso a paso para ir describiendo una majestuosa declaración de amor y de duelo, de ternura desconsolada y, sobre todo, de admiración infinita por la compañera que se queda a mitad de camino.
Foto: pentacion.com
Nadie como Sacristán para ponerle voz y presencia profunda a la amargura incontenible, al dolor teñido de gris de un estudio y de un mundo en el que, sin ella, no caben los colores. Los pinceles del pintor quedan tan resecos como el tintero del escritor cuando la inspiración del artista es atrapada por la desolación.
Puedo imaginar al Actor -véase la intención de la mayúscula- poniendo los cimientos y construyendo palmo a palmo un personaje como el de Nicolás, perfilando cada frase, cada gesto y cada silencio para que participemos de su dolor, pero también para que podamos descubrir a través de su dolor a la verdadera protagonista de la historia. Para que podamos siquiera atisbar la dimensión de una mujer capaz de hacer bajar a los ángeles que se posaron en la paleta de Nicolás en otros tiempos.
Porque el retrato de Ana es el que la voz de Sacristán, al dictado de Delibes, nos pinta con maestría a base de pequeñas pinceladas de la vida en común que van quedando en el lienzo del teatro mientras va y viene por el escenario como si arrastrase su amargura sin necesidad de poner los pies en el suelo. Un retrato, contado con la entonación con la que se entonan las historias más hermosas aunque sean también las más tristes, en el que brillan los destellos de una existencia en la que ella era timón y faro sin necesidad de darse importancia, con la misma naturalidad con la que afloraba su belleza, con esa entereza ejemplar que mantuvo incluso para enfrentarse a una 'agonía' que iba mucho más allá de un poema de Ungeretti.
No importa que todos seamos conscientes de lo que va a suceder, por momentos quieres que Nicolás cierre el relato en uno de esos momentos en los que aún se aferraba al lado menos cruel del diagnóstico. Pero incluso en esas páginas finales ella acude al rescate con una frase que resume como pocas el talante de la señora de rojo: "al menos he sido feliz durante 48 años, otras personas no son felices ni 48 horas en toda la vida". Toda una lección vital en medio de la congoja ahogada que a esa hora incendia las emociones en el patio de butacas.



UN INHIBIDOR DE MÓVILES Y TOSES
La maestría de Sacristán, como los grandes de la escena, tiene que ver con su capacidad para meterse en un personaje y para meter en ese personaje al público. No era necesario añadir más dolor al dolor del personaje. Y eso era lo que provocaba cada golpe de tos que emergía una y otra vez desde el publico. Una y otra vez, como pinchazos que se clavaban en la piel del Actor y reflejaban en su rostro y en sus gestos el dolor. No se necesitan 80 años para conseguirlo, pero añado a los méritos de Sacristán su capacidad para diluir el dolor de cada golpe de tos en el dolor de Nicolás mientras revivía la tragedia provocada por la pérdida de la 'Señora de rojo'. 
Sería deseable que antes de 80 años  los teatros estuvieran dotados de inhibidores de móviles y de toses. Mientras tanto propongo exámenes médicos que acrediten la capacidad de los espectadores para soportar una hora y media sin toses, carrasperas o gargarismos ruidosos de cualquier tipo que distorsionen el magnífico trabajo del artista. Y si acaso eso no fuera posible sería deseable algo tan sencillo como llevar en el bolsillo media docena de caramelos balsámicos; aunque tal vez bastase con una pizca de consideración para abandonar la sala -por respeto a los demás pero sobre todo por respeto al artista- si la tos fuera incontenible. 

jueves, 31 de octubre de 2019

Paulino en "su" estadio

El fútbol no es lo más importante de la vida, pero la vida no sería lo mismo sin fútbol. Desde luego no lo sería en el caso de Paulino Lorenzo Martín (Toledo, 22/06/1935) cuya vida está ligada a su pasión por este deporte.
Un grupo de ex futbolistas de la tierra, con Carlos de Paz al frente,  han tenido la feliz idea de organizar un homenaje al que hace muchos años fue su entrenador. Fue un acto sencillo, pero también -pienso- un gesto de enorme grandeza si nos fijamos en el mensaje que querían transmitir.
El valor del evento no se puede medir sin tener en cuenta, por ejemplo, la mirada emocionada de Paulino desde que empezó a ser consciente de la sorpresa que le brindaban sus antiguos pupilos. Pero también en la no menos emocionante sensación compartida de ese grupo de 'veteranos' del Santa y del Toledo cuando recibieron al 'maestro' con una ovación en Venta de Aires y cuando formaron un pasillo sobre el césped de 'su' Salto de Caballo para que hiciera  el saque de honor.
Los entrenadores saben muy bien que el fútbol es de los futbolistas. Y también saben -sobre todo los que fueron jugadores antes de llegar al banquillo- que los futbolistas no son precisamente generosos en el juicio que hacen de los entrenadores. Motivos tienen para ello porque de sus decisiones depende jugar o no jugar, hacerlo en una posición o en otra, quedarse en el banquillo, ser reemplazado o incluso ver el partido desde la grada.
Foto. H.Fraile (ABC TOLEDO)

En el fútbol español pocos entrenadores han sabido ganarse al vestuario como lo hizo Luis Aragonés. Muy pocos han acaparado como él los elogios de los jugadores. Y menos aún son los que han logrado además ganarse el respeto, la admiración y el cariño de los futbolistas que han tenido a sus órdenes. Paulino Lorenzo es, sin duda, uno de ellos.
Y cuando algo tan excepcional sucede no se debe únicamente a las cualidades deportivas del técnico, a sus dotes como estratega en la pizarra, a la planificación de los partidos y de los entrenamientos, a la capacidad para estudiar a los rivales o para reaccionar ante las situaciones adversas en un encuentro que se tuerce. Esa huella de respeto, admiración y cariño tiene que ver con valores que no se aprenden ni se enseñan en una escuela de entrenadores; tiene que ver con la capacidad de administrar justicia o con la firmeza en la defensa de la caseta en los momentos más complicados. Tiene que ver con los valores humanos, con una dimensión personal que trasciende al banquillo y que crece incluso con el paso del tiempo, cuando los ecos de lo vivido nos permiten comparar la dimensión de las personas que se cruzan por cualquier circunstancia -incluido el fútbol- en nuestro camino.
El tiempo también nos enseña -nunca es tarde- que muchas veces somos incapaces de transmitir los sentimientos a las personas que tenemos más cerca. Seguro que lo había percibido muchas veces, pero desde el domingo Paulino es un poco más consciente del afecto sincero que sienten por él esos jugadores y, de paso, comprobó también desde ahí abajo el cariño de la afición del CD Toledo.
A Paulino no hay que explicarle lo ingrato que puede ser el fútbol. Nunca será compensado como merece por todas las horas que le ha dedicado, por los desvelos, preocupaciones y sinsabores que sin duda le tocó sufrir como inquilino de los banquillos. Pero ese grupo de 'veteranos' del Santa y del Toledo acaban de regalarle uno de los momentos más felices que el fútbol le ha brindado en estos primeros 84 años de vida.
Es toledano, es historia viva del fútbol toledano y es también (datos de Valentín de la Fuente) el entrenador que más veces se ha sentado en el banquillo del CD Toledo. Pero además la sencillez y la grandeza del acto del domingo responden con fidelidad a la figura deportiva y humana del personaje. Tal vez por eso, mientras escribía estas pocas lineas como humilde contribución al homenaje, me preguntaba si los toledanos y toledanistas verían con orgullo que su nombre quedase ligado para siempre a "su" Salto del Caballo. Personalmente, lo del Estadio Paulino Lorenzo me suena muy bien sobre todo pensando en el día -que llegará- en el que volvamos a contar desde ese lugar nuevas gestas históricas del CD Toledo.


martes, 22 de octubre de 2019

Septiembre

Cada noche recopilo las notas que voy tomando durante el día, las repaso, las ordeno y las agrupo por temas. Una vez archivadas convenientemente, las arrojo a la lumbre, recojo las cenizas y las echo al cajón del olvido.
Procuro tomar apuntes únicamente de las cuestiones que no puedo dejar de intentar borrar de mi mente antes de dormir, asuntos que se acumulan en las páginas en blanco del libro de memorias que nunca escribiré.
Aspiro a dejar en el tintero el capítulo de los secretos inconfesables, el de los sueños prohibidos y el de los abrazos rotos. Salvaré, si acaso, uno en el que debería confesar y a pedir perdón por todos los pecados, salvo los cometidos por amor y los carnales. Y dejó en el aire, al menos por ahora, otro en el que diré las cosas que nunca dije ni volveré a decir jamás por miedo al qué dirán.
Para todo lo demás, para los temas verdaderamente interesantes y sobre todo para los intrascendentes, me asomaré de vez en cuando por esta ventana bloguera con vistas al patio de luces. Lo bueno y lo malo de este espacio para el desahogo es que no tienes normas que cumplir, ni siquiera normas que incumplir. No hay más reglas que las que uno mismo se impone y en mi caso no hace falta confesar que soy poco exigente. La periodicidad mensual, por ejemplo, queda relegada a una mera declaración de intenciones de consumo interno. Sin ir más lejos, este año septiembre cae en pleno mes de octubre.
No está confirmado -ni siquiera es probable- que este septiembre del 19 haya corrido la misma suerte que el mes de abril que le robaron a Sabina en el 86. Lo cierto es que con el paréntesis dejamos escapar la posibilidad de glosar un nuevo curso, con sus buenos propósitos, con sus asignaturas pendientes y con la mochila cargada de suspiros. Dejamos pasar de largo las tormentas ocasionales y las lágrimas torrenciales que desatan los amores de verano cuando asoma el otoño en el horizonte.Dejamos cuentos y cuentas en el aire. Dejamos casi todo para mañana, sobre todo lo que podríamos hacer hoy.
Casi todo está dicho o tal vez queda casi todo por decir, aunque es lo de menos porque, en todo caso, no hay motivo para compromisos firmes. Lo único que puedo prometer -en este y otros quehaceres- es que seguiré incumpliendo las promesas.
Salvo que aparezca una razón muy poderosa o perdamos definitivamente la razón, el diario también seguirá en blanco. De hecho, reservo solo una gota de tinta para poner el punto y final a esta historia. Y si algún día -que no lo creo- los de Netflix se interesan por ella, solo exigiré que la serie comience con la segunda temporada.







miércoles, 14 de agosto de 2019

LIII (de los reencuentros y otros versos sueltos)

Dicen en la radio (conviene hacer caso a la radio) que el verano es época de reencuentros. Es cierto. En mi caso, el mes de agosto y esta sana costumbre de ir poniéndole muescas al calendario, me trae de nuevo la cita con uno de esos dos momentos del año -el otro llega con las uvas- en el que uno se empeña en ponerle nota a lo que somos, a lo que hacemos, a lo que dejamos de ser, a lo que nunca fuimos.... Una especie de balance -no confundir con el examen de conciencia- en el que casi todo depende básicamente de la altura en la que pongamos el listón, del color de las gafas con las que miramos al horizonte o del instante en el que nos fijamos en la botella para comprobar si sigue medio llena.
Inútil ejercicio de funambulismo que nos conduce a través del alambre con el riesgo de caer a un lado o al otro mientras tratamos de encontrar el equilibrio imposible entre la complacencia y el abatimiento. A estas alturas deberíamos haber aprendido que todo el tiempo que dedicamos a preguntarnos adónde vamos y de dónde venimos se lo quitamos a disfrutar con más plenitud del dónde estamos.
Si algo podría habernos enseñado esta acumulación de hojas arrancadas al almanaque es que podemos convivir con las dudas y con las certezas, que los achaques y las arrugas son compatibles con pequeños y grandes placeres, que podemos esperar un poco más antes de confesar los pecados inconfesables, que cualquier tiempo pasado fue distinto, que darle valor a lo que tenemos no implica que todo esté bien y que instalarnos en el lamento o la resignación solo nos conduce a la melancolía y, desde luego, no nos ayudará a cambiar las cosas que no nos gustan.
La experiencia nos dice que estos brotes de existencialismo veraniego (suponiendo que fuese tal cosa) no tendrán mayores consecuencias prácticas. Si acaso, para tratar de entender que corremos el riesgo de dejar pasar las cosas que con el tiempo acaban siendo importantes. Algunas de ellas terminamos por apreciarlas en uno de esos reencuentros que la vida nos regala, aunque sea por sorpresa.
El tiempo ha terminado por darle la razón al gran José Alfredo y ya casi tenemos plenamente asumido que "nada me han enseñado los años". Aunque tal vez sea ese uno de los motivos por los que tenemos menos prejuicios para brindar con extraños en el último trago. También puede ser esa una de las razones por las que hemos ganado cierta capacidad para recrearnos en el regusto placentero de los reencuentros y con el tiempo tal vez nos ayude a dosificar el dramatismo que provocan los desencuentros.


Pd: Reencuentros al margen, la distancia recorrida desde que dejamos la casilla de salida provoca en ocasiones una dosis extra de prudencia que puede resultar conveniente, pero también nos permite sacar del armario algunos miedos y complejos guardados durante mucho tiempo. Supongo que eso explica esta aproximación insolente y provocadora al soneto -con perdón- con el que solo pretendo darle una vuelta al envoltorio de alguna reflexión intrascendente a cuenta de los nuevos guarismos que acabamos de estrenar. Cosas de la edad.

De casi todo ni mucho ni poco,
unos cuantos amigos, unas canas
y un toque de cordura para el loco
que a ratos todavía tiene ganas.

De la vida me queda lo vivido,
conservo algún soneto en la alacena
y con aquél beso que nunca olvido
de vino la botella medio llena.

Los árboles dibujan el destino,
ya nunca me enamoro por decreto,
los complejos escapan del armario.

No me fijo más meta que el camino
y confieso, aunque no sea un secreto,
que por ella he subido al escenario.

domingo, 9 de junio de 2019

Silencios

A falta de otros argumentos, romperemos el silencio bloguero a costa de otros silencios en los que, por algún motivo que podría venir a cuento, venimos reparando de un tiempo a esta parte. Seguramente siempre han estado ahí pero es posible que tengan ahora más sentido, o incluso que adquieran nuevos significados, o tal vez sea la edad la que nos hace más sensibles al mensaje que de ellos se desprende.
Sin base científica alguna que demuestre la teoría podríamos empezar por asegurar que existe una enorme variedad de silencios y, por tanto, un catálogo muy extenso de interpretaciones y sensaciones generadas por ellos. Pasaremos por alto algunos famosos silencios sobradamente analizados, como el de Hannibal Lecter y sus corderos, el más reciente del candidato Rivera en su minuto de oro del debate, o aquellos sonidos del silencio a los que cantaron Simon & Garfunkel en los 60.
Sin ánimo de establecer ningún orden o graduación de los mismos nos ocuparemos de otros silencios, empezando por ejemplo por esos silencios que lo dicen todo. Silencios rotundos y clamorosos que despejan dudas, si es que aún quedaba alguna duda por despejar. Silencios que explican hoy el ruido de fondo de ayer y anuncian el devenir ruidoso de mañana. Hay silencios que callan para otorgar.
Hay silencios que se pierden en el horizonte, que vienen y se van con el rumor de la marea que se empeña en besar la arena. Silencios de ida y vuelta que nos buscan y se alejan, que se alejan y nos buscan. Siempre en la orilla.
Hay silencios que huelen a tierra mojada en noches de verano que desembocan en tormenta atronadora y cielos rasgados de lado a lado.
Hay silencios que te abren la puerta cuando llegas a casa, que se sientan a tu lado en el sofá y se meten contigo en la cama. Silencios que se sirven con la sopa fría frente al televisor. Hay silencios que se mastican en silencio.
Hay silencios espesos que se enredan en las tripas y congelan los teléfonos, silencios que anuncian un adiós cuando las palabras ya no tienen sentido, cuando nada puede contener la despedida. Hay silencios que brotan en la distancia, que ensanchan océanos y hacen crecer las montañas.
Hay silencios que levantan muros de hielo en la almohada. Silencios que levantan muros de silencio. Pero también hay silencios que hablan con la mirada, silencios que incendian labios y prenden llamas entre las sábanas. Hay silencios que se colocan a tu lado, que te toman de la mano, que acompasan sus pasos a los tuyos y se convierten en los mejores compañeros en un tramo del camino.
Hay silencios de grana y oro. Silencios que dibujan el vuelo de una batuta en el cielo de Sevilla y liberan a ese Gato Montes que araña mejillas en la grada mientras el percal acaricia el albero por naturales. Hay silencios de Maestranza que no se pueden explicar, que ni siquiera se deberían intentar explicar. Silencios que nos evocan las lecciones de torería que dejó sin pretenderlo un golfo genial y cabal. "Tomo nota", diría el gran Juncal, ante esos silencios que lo dicen todo.




lunes, 13 de mayo de 2019

Ni comparación

De repente, un día reproduces ante tu hijo con aparente naturalidad aquella frase que una vez te dijo tu padre: "pues yo con tu edad...". Y al margen de hacernos una ligera idea de lo rancia que le debe sonar la soflama que viene detrás de los puntos suspensivos, por un momento caemos en la cuenta de que nos pasamos la vida haciendo comparaciones. Y pocas veces para bien.
Comparamos nuestro tiempo vital con el de nuestro hijo, aunque el mundo ahora sea otro. Comparamos lo que hemos sido con lo que quisimos ser y lo que somos con lo que no renunciamos a ser algún día. Nos medimos con nosotros mismos y en nuestra relación con los demás. Comparamos lo que viene y lo que no viene a cuento y, de esa manera tan poco atinada, vamos creando esa realidad en la que casi nada es verdad o mentira, en la que todo depende.
Comparamos nuestro nuestro ford escort con el audi A6 del vecino del tercero, nuestro lof liftado con el revés de Federer y nuestro adosado en las afueras con el ático del barrio Salamanca de un primo segundo del pueblo.

Comparamos a Cristiano con Messi, a Sabina con Pavarotti, a Ortega con Gasset y a un vitorino con la cabra de la legión. Confundimos el culo con las témporas, las churras con los merinas, los churros con las porras y la gimnasia con la magnesia.
Comparamos una habitación del Hilton con el asiento trasero de un Simca 1000. Comparamos el primer amor y el primer beso con todos los amores y todos los besos que vinieron después. Y terminamos por confundir las bodas de oro con el amor eterno.
Nos empeñamos en comparar lo incomparable, aunque solo sea por defender lo indefendible. Aunque solo sea por aprender a deambular entre el éxito y el fracaso sin llegar a caer arrastrados -salvo que el guión lo exija- por el precipicio de los complejos o el abismo de la rutina.
Las comparaciones pueden ser odiosas pero también es cierto que su correcta aplicación -debidamente pautada y bien dosificada- se puede convertir en bálsamo eficaz para tratar las heridas provocadas por las envidias, los celos o los recelos.
Pero sobre todo las comparaciones parecen casi siempre inevitables. Por ellas y con ellas vamos del infierno al paraíso -o viceversa- sin pasar por la casilla de salida, aunque de esa manera dejemos pasar a diario la ocasión de disfrutar de ese espacio que por méritos propios nos hemos ganado en el purgatorio.
En todo caso, comparando todo lo que se ponga por delante, pasados unos pocos lustros, cuando el mundo sea otro y su espacio vital muy diferente, un día, de repente, nuestro hijo entenderá que su padre tenía parte de razón.

miércoles, 10 de abril de 2019

Un final para la historia

Se acaba Juego de Tronos y andan alterados sus incondicionales. Se debaten entre el entusiasmo por la nueva entrega y el desasosiego porque se trata -dicen- de la última. Deambulan por ese terreno que separa la expectación por conocer el desenlace de la serie y la sensación de vacío que ven venir cuando todo acabe, cuando ya no haya espacio para esperar lo que vendrá después. Algo así como eso que sucede cuando al punto final de los finales -que dijo Sabina- no le siguen dos puntos suspensivos.
Pero temen además los más fervientes juegotronistas que el final no podrá estar a la altura de la historia. Y seguramente tienen razón. Los finales son siempre -digamos que casi siempre- tarea complicada. Terreno abonado para decepciones, lamentos y fracasos.
No diría que misión imposible, pero acertar en tiempo y forma con el final puede convertirse en un ejercicio más que complicado de funambulismo existencial. Muchas veces, y por los motivos más dispares, los finales -incluidos los de ficción- no encajan con la historia que les precede.
En el caso que nos ocupa es muy posible que estemos ante uno de esos finales que difícilmente podrán estropear la historia hasta aquí contada. Pero esta es más bien una excepción.
Hay historias a las que no salva el más feliz de los finales.
Hay finales a los que no salva la más feliz de las historias.
Hay finales que siempre llegan muy tarde porque la historia nunca debió empezar.
Hay finales que llegan muy pronto porque la historia merece empezar cada día.
Hay finales que se repiten una y otra vez en la misma historia. Son historias con las que no hay final capaz de terminar.
Hay historias que empiezan por el final y otras que solo merecen la pena por su final.
Hay finales que merecen la pena.
Hay finales para la historia y finales sin historia. Y podríamos decir que no hay historia sin final, pero el proces y las campañas electorales desmienten esta teoría.
Luego está el final de Juego de Tronos, que no quiero desvelar ahora porque Víctor no me perdonaría el 'spoiler'. Eso sí, un día de estos pienso compartir el final perfecto que se me acaba de ocurrir para el cuento de nunca acabar.


domingo, 10 de marzo de 2019

Menteplanistas

Todo es mentira y no hacia falta que viniera Risto a demostrarlo en la tele. Todo falso, salvo alguna cosa, que diría el famoso registrador de frases memorables. Todo es mentira o lo fue alguna vez o debería serlo en el futuro. Es mentira lo que nos cuentan, lo que no dicen, lo que contamos, lo que nunca diremos...
Habrá que asumirlo así aunque no sea cierto para afrontar con cierta naturalidad la realidad que nos rodea, para tratar de descifrar los mensajes que llegan y se van o los que llegan para quedarse. Habrá que colocarse en esa atalaya para intentar que resulte un poco menos inquietante lo que desde aquí se atisba, lo que podría estar ocurriendo allende las redes, en montañas remotas, en desiertos lejanos o a la vuelta de la esquina.
Imagen: El País
Todo es mentira, incluso que la tierra sea redonda como se empeñan en hacernos creer desde hace siglos. Los terraplanistas lo están demostrando científicamente y su teoría  (El País, 2 de marzo) gana adeptos impulsados desde YouTube.
Todo es mentira, aunque ese es también un detalle menor frente al fin último de una fórmula que, como vemos, funciona.
En los nuevos tiempos para la propaganda y la agitación de las masas podríamos estar llegando a una fase en la que ya no es tan necesario 'barnizar' la mentira para darle una apariencia real. Es más, si pones por delante una gran falacia tampoco hace falta ser exquisito ni sofisticado en los argumentos para demostrar que tal cosa es así. El estandarte más estrafalario podría llegar a ser también el motor más potente para un adoctrinamiento eficaz.
Seguro que se nos ocurren algunos ejemplos, y no menos descabellados que el terraplanismo, aunque sus efectos son mucho más nocivos, perversos y peligrosos. El escepticismo radical -sospecho- nos conduce a un mundo en blanco y negro, sin grises ni matices, en el que la moderación es sinónimo de debilidad o, peor aún, de mediocridad.
Mucho me temo que la cuestión va más allá de excéntricas teorías. Que la tierra sea plana es un problema menor comparado con el que provocan las mentes planas. Un día de estos montamos un canal de YouTube para promover y ensalzar el papel de los menteplanistas. El éxito del movimiento parece asegurado a la vista de la facilidad con la que convertimos los muros en paredones o esa destreza creciente en el empleo de la munición que otorgan los 140 caracteres para ejecutar a todo aquel que se cruce en el camino.
Los menteplanistas tienen mucho terreno ganado, aunque seguramente no son conscientes de ello. Y ese es también uno de sus mejores avales, una de sus bazas para seguir creciendo. Un ejército silente o estruendoso, según convenga, que conquista territorios en los que otrora todavía cabía la menor duda.
La mente plana provoca un efecto rebote que no distingue entre la cordura y la sinrazón, en el que todo mensaje es susceptible de convertirse en un reflejo distorsionado de su significado real. Mejor será ponernos detrás de ese escudo para aceptar y asumir, por norma, que todo es mentira.
Aunque ni siquiera eso sea cierto. Es más, que Todo es mentira también es mentira pero la verdad tampoco importa mucho.




lunes, 21 de enero de 2019

Por las ramas

Avanza enero. Transitamos por ese territorio que discurre entre los polvorones y la dieta de la alcachofa y empieza a empinarse la cuesta por la que pensábamos adentrarnos para cumplir con ese catálogo de buenos propósitos anuales que nos planteamos con las uvas y que ni siquiera hemos terminado de confeccionar.
De hecho, deberíamos empezar por distinguir entre propósitos y desafíos para añadir un plus de competitividad -aunque sea con uno mismo- a esas cuestiones que terminan por hacer importantes las cosas que realmente importan.
Estaría bien empezar por distinguir unas y otras y, a ser posible, por separar las urgentes de las trascendentes. Pero a día de hoy y dejando de lado asuntos tan poco poéticos como el gimnasio, los idiomas o el tabaco, podemos ir esbozando un primer listado de tareas -provisional por supuesto- para ponernos a la faena.

-Este año, por ejemplo, deberíamos dedicarle un minuto más a ese amigo para el que nunca tenemos un minuto.
-Tendríamos que ahuyentar los fantasmas del futuro ahora que ya sabemos convivir con los del pasado.
-Conocida nuestra natural tendencia a tropezar en la misma piedra y acreditada la capacidad para levantarnos cada vez que sucede, no estaría demás estudiar el modo de aprender a caer con estilo.
-Deberíamos insistir en esta extraña inercia que nos lleva a plantar árboles en otros jardines, cobijarnos bajo su sombra y trepar a sus copas de vez en cuando para andar un ratito por las ramas.
-Envidaremos a chica, pasaremos a pares y, si procede, nos jugaremos todo al rojo.
-Levaremos anclas, soltaremos amarras y saldremos a navegar a mar abierto con rumbo firme y destino incierto.
-Nos dejaremos seducir por los cantos de sirena, cuidaremos del amor que nos espera en cada puerto y naufragaremos únicamente en defensa propia.
-Y si aún nos queda algo de tiempo, volveremos a retar al mar y escribiremos en la arena las palabras mágicas, esas que siempre resistieron el embate de las olas.
-Este año, si nos lo proponemos, vamos a poner las íes bajo los puntos. 
-Y en algún momento decidiremos si debemos incorporar al listado de tareas, propósitos o desafíos la búsqueda de una fórmula con la que combatir la inactividad bloguera; aunque posiblemente lo más sensato sea seguir acumulando ausencias y proyectos inacabados en la carpeta 'borrador'. Al fin y al cabo, salvo excepciones, el silencio es el ruido menos molesto.