viernes, 12 de octubre de 2018

De los otoños y las hojas

Pasamos demasiado tiempo buscando respuestas a preguntas que nunca deberíamos hacernos. Sobre todo porque corremos el riesgo de descubrir las respuestas correctas que, como sabemos, no siempre son las más convenientes.
La teoría no es mía y puede no venir a cuento, pero me acordé de ella mientras me preguntaba qué quedará del amor que un día dejó su huella grabada a punta de navaja en la corteza de uno de esos árboles que, de un tiempo a esta parte y sin motivo aparente, han ido creciendo a los lados del camino.
Seguramente los árboles estaban ahí desde hace tiempo y simplemente no reparaba en ellos. No está claro que sea su influjo el que provoca una sensibilidad otoñal especial. Ni que sea ese el motivo por el que algunas veces, sin necesidad de detenernos en la estación, nos llevemos el otoño puesto en la piel, aunque nos empeñemos en ocultarlo bajo el traje gris.
Por lo que sea -que no es la cuestión esencial- hay épocas del año, o de la vida, en las que las hojas se nos desprenden entre los dedos y en ellas las notas que fuimos tomando con esos momentos y vivencias aparentemente menores que no queremos olvidar, de esas que terminan por hacer importantes las cosas importantes.
Pero por alguna razón -que tampoco viene al caso- tras el otoñamiento de esos días llegará el momento en el que volveremos a andar por las ramas para ponerle pinceladas verdes a nuestros árboles. Sin que necesariamente podamos achacarlo al efecto primaveral, tomaremos apuntes de nuevo por si mañana, en un momento imperdonable de debilidad, caemos en la tentación de ponernos manos a la obra con el libro de memorias que nunca deberíamos escribir.

martes, 14 de agosto de 2018

LII.... A estas alturas

Por razones de la edad a la que me refería en la entrada original me he cargado el texto y, por tanto, las reflexiones provocadas por ese segundo 'palito' que le acabo de colocar a la 'ele' mayúscula. Supongo que esto también tiene que ver con los efectos de esta etapa vital que un amigo define como la 'edad consolidada'. Aunque a falta de otras excusas o argumentos razonables para asomarme a esta ventana voy a tratar de recuperar al menos la esencia de estas reflexiones que hacíamos coincidir por tercera vez con esta sana costumbre de ir cumpliendo años. Era más o menos esto:
Decíamos ayer que, a estas alturas del partido corremos el riesgo de dejarnos llevar por la idea de que el empate podría no ser un mal resultado. El campo no está para florituras y el equipo tampoco anda para muchos trotes después de tener que reponerse a los errores de la pizarra y de la alineación, pero aún tenemos un par de cambios y una pizca de ambición para tratar de culminar la remontada.
A estas alturas de la película parece pronto -sería lo deseable- para pararnos a pensar si esta historia tendrá final feliz. Lo que esperamos del guión es que nos exija al menos un par de escenas de cama más.
A estas alturas del curso sabemos que incluso las lecciones que mejor aprendimos merecen un repaso de vez en cuando. Asumimos que hay asignaturas que volveremos a dejar para septiembre y de vez en cuando la nostalgia nos recuerda que una vez el amor vino a sentarse al pupitre de al lado.
A estas alturas del combate tenemos claro lo mucho que cuesta volver a ponerse en pie cuando besas la lona, pero arrojar la toalla ha dejado de ser una opción. Más bien pensamos que el objetivo es mantenernos en pie este asalto y confiar en ese crochet definitivo que alguna vez me permitió ganar por K.O.
A estas alturas de la faena, cuando los pitos del siete apenas se perciben ya desde el ruedo, habrá que echarse la muleta a la izquierda y jugársela al natural para abrir la puerta grande, aunque sabemos que pisando ciertos terrenos también podemos acabar en la enfermería.
A estas alturas del trayecto sabemos que no hemos llegado hasta aquí para quedarnos, aunque no siempre acertamos a entender que el camino es tan importante como el destino. Apenas empezamos a darle el valor que merece al cobijo que encontramos bajo la sombra de los árboles que fuimos sembrando a los lados del sendero. Pero aún nos queda energía para subirnos a las ramas y mirar el horizonte de lo más alto de la copa.
A estas alturas de la travesía hemos aprendido a tomar con firmeza el timón, pero también sabemos dejarnos llevar por el vaivén del oleaje en las noches de tormenta. Navegamos con rumbo fijo hacia un lugar indeterminado, hacia ninguna parte. Y puesto que asumimos que el próximo naufragio será inevitable queremos creer que las mareas nos llevaran a parar en esta ocasión a una isla desierta con vistas al mar.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Volver a escribir

Un día de estos tengo que volver a a escribir. Sin un motivo concreto para hacerlo, ni siquiera por un motivo especial. Escribir sin mayores pretensiones, aunque solo sea por una necesidad vital irreprimible. Escribir sin explicaciones añadidas, aunque sea solo por placer, por capricho o por alguna razón que seguramente no viene a cuento. Escribir sin más, sin un soneto al que agarrarme, sin versos, besos o árboles en los que cobijarme, sin lágrimas que hagan resbalar la tinta por el papel.
Un día de estos, cuando vuelva a escribir, me dejaré llevar sin rumbo fijo ni destino. Sin más ataduras que la gramática elemental y la dosis justa de equilibrio -si la hubiera- para transitar por esa frontera que separa el miedo de la prudencia. Escribir sin otra guía de viaje que no sea la inspiración o, en todo caso, la desesperación.
Volver a escribir. Sin ambiciones ni pasiones. O con ellas. Asumiendo el riesgo de adentrarme en un párrafo en el que podría tropezar con aquella primera carta de amor que nunca llegué a escribir a la chica del pupitre de al lado. Escribir sin necesidad de añadir nada nuevo a lo ya dicho tantas veces. Escribir para contarlo todo, para sacar del armario los fantasmas del pasado y hacerle hueco a los del futuro.
Escribir sin más. Por si mañana recobrase la razón y aún a riesgo de que se deslice entre las líneas un secreto inconfesable o esa canción que tengo prometida. Tengo que volver a escribir aunque solo sea para pedir perdón por todos los pecados, salvo por los que cometí por amor. Escribir porque si. Aunque solo sea para decirle cuatro cosas (cuatro nada más) al lucero del alba. Aunque solo sea para dictar testamento. Aunque solo sea por evitar que alguien (o yo mismo) pudiera caer en la tentación de interpretar todo lo que quiero decir con mis silencios.
Debería volver a escribir ahora que todavía me esperan unos pocos renglones en blanco, ahora que aún puedo llegar a un punto y aparte en el que detenerme antes de seguir con el resto de una historia que a nadie le interesa.
Tendría que escribir algo ahora que aún estoy a tiempo de volver a llegar tarde.  Escribir para acallar al poeta que nunca he llevado conmigo.
Un día de estos tengo que volver a escribir, aunque solo sea para no olvidar lo que se siente al escribir.



domingo, 18 de febrero de 2018

Amor (del bueno)

Venía escrito así, entre paréntesis, en uno de esos mensajes que mandamos y recibimos, con más o menos tino, el último día del año. Estos días he acudido a la fuente tratando de resolver la dudas razonables que suscita el concepto en cuestión, pero tampoco en el origen del mensaje he podido encontrar una definición precisa que nos permita acreditar si el deseo expresado se ha hecho realidad o tenemos que seguir a la espera.
En el fondo, supongo, que es solo una excusa para adentrarme de nuevo en un territorio en el que resulta sencillo perderse, por más que sigamos en permanente exploración. En mi caso, es posible que sea el efecto del 14-F lo que me lleve de nuevo por estos caminos. Creo recordar -aunque no sea elegante citarse a uno mismo- que hace poco más de un año ya me metí en estos jardines tan frondosos y tan frecuentados por San Valentín.

Parece lógico pensar que si alguien nos desea amor (del bueno) es con toda la intención de distinguirlo de otro, digamos que un amor (del malo) que no es precisamente deseable para uno mismo ni para esas personas de las que nos acordamos cuando está a punto de empezar un nuevo año.
En contra del criterio de algunos expertos o de románticos empedernidos, deberíamos admitir que el amor (del malo) es tan cierto como el colesterol bueno por más que los términos nos sugieran conceptos contradictorios. Y asumido como cierto el riesgo de caer en manos de ese otro amor, aún tiene más sentido intentar atraer al que de verdad merece la pena, al amor (del bueno).
Seguramente sería más sencillo si pudiéramos identificarlo, pero está por escribir una teoría del todo fiable y, por tanto, nada científica sobre sus características. Aunque también es cierto que esta indefinición conceptual tiene algunas ventajas.
Sin ir más lejos, de esta manera podemos evitar el mal trago de entender que era amor (del bueno) aquel que un día  dejamos escapar. O que el amor (del bueno) lo tenemos al lado pero seguimos haciendo méritos para que haga las maletas en cualquier momento. 
Si se escribiera un Tratado sobre la materia podríamos llegar a descubrir que el amor (del bueno) sigue ahí afuera esperando que le abramos la puerta. O simplemente que el amor (del bueno) era aquello que sentimos por la chica del pupitre de al lado en el Instituto, aunque ni siquiera lográsemos robarle un beso.
Si tuviéramos las cosas claras podríamos llegar a entender que el amor (del bueno) está por llegar a nuestra vida, sin que necesariamente sea uno distinto a los anteriormente descritos.
Parece evidente que son más las dudas que las certezas, aunque uno intuye que al amor (del bueno) y a la inspiración, como a la vida en general, le viene bien un buen vino. Es verdad que en este capítulo hay menos dudas; el vino (del bueno) tiene que ver, entre otras cosas, con el origen y el tipo de la uva, con las cepas y las barricas, con la elaboración o con la añada de la cosecha, pero la condición esencial es acertar con la compañía de la gente con la que lo compartimos.
Pensándolo bien, en el caso del amor (del bueno) esa también debe ser la cuestión esencial para llegar a distinguirlo.




domingo, 21 de enero de 2018

Hoy puede ser un gran año

Avanza enero y no hay manera. Todos los intentos por estrenar el año bloguero se quedan en el primer párrafo. Me ocurrió cuando me disponía a escribir sobre los buenos propósitos para el 2018 porque, para evitar agobios, he optado esta vez por ampliar el plazo -digamos que otros 365 días- para tratar de rematar los que siguen pendientes del 17.
También sucedió cuando trataba de hacer  balance general del año que se fue. Seguramente porque hay cuestiones, aparentemente menores, en las que ahora ni siquiera reparamos y que algún día nos recordarán que la vida no pasó de largo. No son muchas, apenas un puñado de vivencias - "aquellas pequeñas cosas" que decía el gran Serrat- aún pendientes de encontrar el espacio que merecen en algún cajón en el que reposan emociones, sabores o colores; o tal vez en ese rincón en el que quedó grabada la huella que nos dejó una sonrisa que no venia a cuento, un abrazo balsámico al final de un día infernal, una estrella -gallega claro- en el camino, la luz de un atardecer junto al mar, la emoción de aquella escena, o aquel beso furtivo y fugaz que posiblemente ni siquiera ocurrió.

Aunque imagino que el intento fallido también se debe a que al balance le siguen faltando elementos esenciales. Aún no han echado raíces tantos árboles plantados a los lados del sendero y hasta primavera no llegará el momento de ver como los brotes se abren paso en las ramas  ahora desnudas.
También cuenta, supongo, esa dosis de pudor, posiblemente absurdo pero inevitable; el que convierte en poco apropiada la exposición en plaza pública de los exámenes de conciencia. Y en todo caso, a estas alturas, es de suponer que falta algo de reposo o de perspectiva -por más que se agolpen las condenas ajenas- para dictar sentencia sobre tantas decisiones tomadas o esas otras que dejamos de tomar. O dicho de otra manera, aún no he conseguido dilucidar si dice mucho -a favor o en contra- cerrar el año con la sensación de que los amigos te quieren un poco más y los enemigos bastante menos.
Visto lo visto, tal vez sería mejor ponernos ya con los propósitos del 17 y, de paso, podríamos empezar a pensar en el balance del 18. Al fin y al cabo, si algo nos han enseñado los años que vamos acumulando es que en esto del tiempo casi todo es relativo; se puede medir con precisión suiza, pero está completamente condicionado por las circunstancias. Las horas duran lo que duran -siempre lo mismo- pero pueden ser eternas o fugaces, como los días, como las semanas o los meses. Unos pocos minutos o incluso unos segundos pueden resultar interminables. Pero la vida no. La vida es un suspiro, atraviesa los años a velocidad de vértigo y la aceleración - eso también está más que acreditado por la experiencia propia y ajena- aumenta inevitablemente con la edad. Si algo nos han enseñado los años es que uno de estos días será inolvidable por algún motivo y, en cualquier caso, este de hoy es ya irrepetible.