viernes, 30 de abril de 2021

Nada

Nada, de Carmen Laforet, fue una de aquellas primeras novelas de juventud a las que te acercas por obligación y acaba convirtiéndose en uno de los motivos que te llevan a leer por devoción. Volvió a mis manos por casualidad hace unos días y creo que volveré a leerla, aunque nunca sabes si el reencuentro removerá o enturbiará el poso que dejó aquella obra en mi yo adolescente. Habrá que asumir el riesgo. 
Salvo que la relectura dicte otra cosa, guardo el recuerdo de la sencillez narrativa de una escritora muy joven. Con el tiempo valoras más las cosas sencillas y también el talento de los que saben contarlas. 
El título también era un buen escaparate para el relato de una realidad en la que aparentemente no ocurría 'nada' relevante, aunque en el fondo la historia tenía una fuerza enorme y era también el retrato de la resignación con la que se asumía la vida cotidiana en aquella España sombría de posguerra.  
En todo caso, la cuestión no es esa. El título de la novela es solo una excusa para transitar hacia una idea, seguramente ingenua, basada en una especie de anhelo por los 'días en blanco'. O dicho de otra manera, por el vano intento de emprender una rebelión contra la dictadura del acontecimiento. La sucesión de tareas -las que tenemos de verdad y las otras- ocupan nuestro tiempo, invaden el territorio de los tiempos muertos y hasta se cuelan en los sueños. 

Asumo sin complejos que incumpliré cualquier propósito que me plantee al respecto, pero reconozcamos que no estaría tan mal un día para no hacer nada, en el buen sentido de la expresión. Estaría bien -supongo- un día en el que nos dediquemos solamente a pasar el día. Un día para aprender a disfrutar del aburrimiento, para bostezar a pulmón abierto, para sacar a la pereza de la lista de pecados capitales. Un día para destrozar el sofá sin compasión y, a ser posible, con la complicidad de esa persona con la que no solo te apetece hacer planes sino también borrarlos de la agenda.
Un día que no pase a la historia, que no nos deje motivos grandiosos para recordarlo toda la vida ni razones para tratar de olvidarlo. Un día sin nada que explicar y sin explicaciones que pedir. Un día sin decisiones vitales que tomar, en el que lo más importante sea elegir entre el blanco o el tinto.
Un día de esos que nunca se dan, salvo que un día se demuestre lo contrario. Sin actividades extraescolares ni una final de la Champions que nos ponga de los nervios. Un día del que no esperemos nada y en el que el mundo no espere nada de nosotros. Un día sin fuegos de artificio y en el que -incluso si el enemigo se pone a tiro- solo disparemos balas de fogueo. Un día sin una ínsula que gobernar, sin ejercer de héroe o de villano, sin una escoba que vender ni una cana que echar al aire. 
Un día sin nada que escribir en el blog ni paisajes bucólicos que exhibir en instagram.
Un día sin nada que decir, de esos que no nos dicen nada. 
Un día sin coronas ni cadenas
Un día para no tener envidia de los que nunca hacen nada. 
Un día de esos que pasan sin pena ni gloria y tampoco pasa nada.

  

viernes, 2 de abril de 2021

Contarlo para vivir

Punto y aparte. Pasamos al párrafo siguiente y nos adentramos en un nuevo capítulo de esta historia basada en hechos supuestamente reales. Se fue marzo con la estela de recuerdos que nos devuelven al punto de partida de este episodio vital que aún cuesta creer. Pero sí, parece que podemos dar por cierto que seguimos en ruta, que no es poca cosa teniendo en cuenta que la vida se empeña en recordarnos que corremos el riesgo de derrapar en cada curva sin que necesariamente sea consecuencia del exceso de velocidad o de una conducción temeraria. 
Vivimos para contarlo, mientras nos se demuestro lo contrario. Y no se me ocurre mejor motivo para hacerle caso a una amiga que me dice que tenemos que seguir escribiendo. Entiendo que para ella también ha tenido algo de terapéutico en un momento especialmente dramático. 
Amanecer, Olías del Rey
Nunca he tenido muy claro si escribimos por placer o por necesidad. Tanto da. Tampoco puedo afirmar que esto de escribir sea una búsqueda, al menos no podría explicar qué pretende uno encontrar en el proceso. Parece claro, en todo caso, que es una fórmula -imperfecta desde luego- para expresar emociones o para camuflarlas, según el caso, aunque eso implica ponerlas al alcance de cualquiera y dejarlas al albur de su entendimiento o sensibilidad que posiblemente poco tiene que ver con la que uno trataba transmitir. 
Es posible que sea solo un pasatiempo, un puzzle o un tetris en el que movemos y giramos las piezas para tratar de encajar unas con otras. Escribir es un juego, de palabras por supuesto, que nos reta a experimentar con ellas, a convertirlas en besos o en puñales, en caricias o arañazos, en destellos, sombras, blancos, grises... Buscamos acomodo para las palabras en un crucigrama, en la estrofa de una canción, en un verso suelto, en un pliego de descargo, en una carta de amor... 
Escribimos porque un día tropezamos con una frase y arrancamos con ella una sonrisa o una lágrima. Escribimos porque le hemos cogido el gusto a esto de retorcer renglones sin tener que dar cuenta de ello a nadie. Escribimos porque el blog nos llama de cuando en vez y es posible que algún día incluso se nos ocurra algo nuevo que aportar. Mientras tanto seguimos en la rotonda, dándole vueltas al mismo asunto sin que tenga mayor sentido encontrar la salida adecuada. 
Escribimos porque no queremos perder el hilo del relato o porque tal vez, si perseveramos en el intento, es posible que lo encontremos por fin algún día. Escribimos porque toca, porque siempre sale el sol y en Viernes Santo reina la pasión. Escribimos para contarlo. O tal vez sea -amiga Alicia- que lo contamos para vivir, para sentirnos vivos.