En el fondo, supongo, que es solo una excusa para adentrarme de nuevo en un territorio en el que resulta sencillo perderse, por más que sigamos en permanente exploración. En mi caso, es posible que sea el efecto del 14-F lo que me lleve de nuevo por estos caminos. Creo recordar -aunque no sea elegante citarse a uno mismo- que hace poco más de un año ya me metí en estos jardines tan frondosos y tan frecuentados por San Valentín.
Parece lógico pensar que si alguien nos desea amor (del bueno) es con toda la intención de distinguirlo de otro, digamos que un amor (del malo) que no es precisamente deseable para uno mismo ni para esas personas de las que nos acordamos cuando está a punto de empezar un nuevo año.
En contra del criterio de algunos expertos o de románticos empedernidos, deberíamos admitir que el amor (del malo) es tan cierto como el colesterol bueno por más que los términos nos sugieran conceptos contradictorios. Y asumido como cierto el riesgo de caer en manos de ese otro amor, aún tiene más sentido intentar atraer al que de verdad merece la pena, al amor (del bueno).
Seguramente sería más sencillo si pudiéramos identificarlo, pero está por escribir una teoría del todo fiable y, por tanto, nada científica sobre sus características. Aunque también es cierto que esta indefinición conceptual tiene algunas ventajas.
Sin ir más lejos, de esta manera podemos evitar el mal trago de entender que era amor (del bueno) aquel que un día dejamos escapar. O que el amor (del bueno) lo tenemos al lado pero seguimos haciendo méritos para que haga las maletas en cualquier momento.
Si se escribiera un Tratado sobre la materia podríamos llegar a descubrir que el amor (del bueno) sigue ahí afuera esperando que le abramos la puerta. O simplemente que el amor (del bueno) era aquello que sentimos por la chica del pupitre de al lado en el Instituto, aunque ni siquiera lográsemos robarle un beso.
Si tuviéramos las cosas claras podríamos llegar a entender que el amor (del bueno) está por llegar a nuestra vida, sin que necesariamente sea uno distinto a los anteriormente descritos.
Parece evidente que son más las dudas que las certezas, aunque uno intuye que al amor (del bueno) y a la inspiración, como a la vida en general, le viene bien un buen vino. Es verdad que en este capítulo hay menos dudas; el vino (del bueno) tiene que ver, entre otras cosas, con el origen y el tipo de la uva, con las cepas y las barricas, con la elaboración o con la añada de la cosecha, pero la condición esencial es acertar con la compañía de la gente con la que lo compartimos.
Pensándolo bien, en el caso del amor (del bueno) esa también debe ser la cuestión esencial para llegar a distinguirlo.
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