Pasamos demasiado tiempo buscando respuestas a preguntas que nunca deberíamos hacernos. Sobre todo porque corremos el riesgo de descubrir las respuestas correctas que, como sabemos, no siempre son las más convenientes.
La teoría no es mía y puede no venir a cuento, pero me acordé de ella mientras me preguntaba qué quedará del amor que un día dejó su huella grabada a punta de navaja en la corteza de uno de esos árboles que, de un tiempo a esta parte y sin motivo aparente, han ido creciendo a los lados del camino.
Seguramente los árboles estaban ahí desde hace tiempo y simplemente no reparaba en ellos. No está claro que sea su influjo el que provoca una sensibilidad otoñal especial. Ni que sea ese el motivo por el que algunas veces, sin necesidad de detenernos en la estación, nos llevemos el otoño puesto en la piel, aunque nos empeñemos en ocultarlo bajo el traje gris.
Por lo que sea -que no es la cuestión esencial- hay épocas del año, o de la vida, en las que las hojas se nos desprenden entre los dedos y en ellas las notas que fuimos tomando con esos momentos y vivencias aparentemente menores que no queremos olvidar, de esas que terminan por hacer importantes las cosas importantes.
Pero por alguna razón -que tampoco viene al caso- tras el otoñamiento de esos días llegará el momento en el que volveremos a andar por las ramas para ponerle pinceladas verdes a nuestros árboles. Sin que necesariamente podamos achacarlo al efecto primaveral, tomaremos apuntes de nuevo por si mañana, en un momento imperdonable de debilidad, caemos en la tentación de ponernos manos a la obra con el libro de memorias que nunca deberíamos escribir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario