Al verlas ahora me parece entender mejor las sensaciones allí experimentadas. No era el frío exterior el que provocaba miradas gélidas. Es un frío de dentro afuera el que ahora percibo en esas imágenes.
El frío de Auschwitz es un frío de muerte y dolor; se queda impregnado cuando tocas los muros de los barracones para asegurarte físicamente de que es real eso que tienes delante. El dolor se palpa en las paredes y en los camastros; el dolor y el frío se mastican en el ambiente y resbala con las lágrimas por el rostro de una mujer española que contempla toneladas del pelo o un cerro de zapatitos de niño al otro lado de las enormes vitrinas del Museo.
Es imposible imaginar lo que debía ser un minuto en el infierno de aquella fábrica de muerte y de maldad cuando el frío ahora -70 años después- te empuja a salir lo antes posible de un lugar al que has acudido por voluntad propia. Es imposible hacerse una idea del efecto que ese frío provocaba en esos seres humanos que no tenían más razón de ser que llegar a la noche con vida, suponiendo que se pueda definir como vida una existencia como esa.
Son muy pocos los que aún pueden dar testimonio de aquél horror abominable. He visto sus gestos, sus miradas de niebla y frío cuando han vuelto al escenario del horror siete décadas después. Y con todo, no puedo dejar de imaginar la sangre congelada en las venas de esos supervivientes ante cada uno de los millones de votos que reciben en cualquier lugar de Europa los herederos de los que no consiguieron culminar aquella obra de crueldad infinita.
Hay experiencias y emociones que nunca se olvidan. El martes, 70 años desde su liberación, reviví aquella experiencia vivida hace unos años, aquella visita, aquel frío, aquella desolación. Hoy lo he vuelto a revivir leyendo tu post. Aquel frío interior, helador. Olvidarlo sería olvidarles y eso sería imperdonable. Enhorabuena por tu post y tu recuerdo.
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