Con precipitación y alevosía me dispongo a tirar de blog para desear a todos -a los habituales y a los ocasionales- que tengáis una muy buena Nochebuena y, en general, FELIZ naVIDAd.
Como en tantas otras cosas, en este capítulo de las felicitaciones y los buenos deseos, mi percepción ha ido cambiando y adaptándose, aunque sea a trompiciones, a los nuevos tiempos. Durante unos pocos años -muy pocos- nos aplicamos en el arte del mensaje corto y adquirimos cierta destreza para poner ese puntito emocionante que colocaba al receptor entre la sonrisa tontorrona y la lagrimilla incontenible. Tiempos lejanos ya los del SMS que han quedado aplastados por la potencia del whatsapp.
Desde hace días se acumulan en el teléfono vídeos, memes y animaciones más o menos sofisticadas, más o menos originales. No importa el motivo, ni siquiera le quito una pizca de mérito al reenvío masivo. En algún lugar de la agenda ocupábamos un espacio que hoy tiene un significado especial. Todos son bienvenidos, en todos hay una pincelada de cariño que, incluso si llegase de rebote, me apetece disfrutar y celebro como uno de esos gestos que forman parte del espíritu navideño. Tal vez por eso abro esta vía, para descargar la mala conciencia que inevitablemente dejamos con los mensajes que se quedan pendientes de respuesta y que terminan, en el mejor de los casos, aterrizando en la pista de la Nochevieja.
Pero sobre todo me lanzo a esta nueva modalidad de felicitación para acordarme de los que se acuerdan de uno para bien en un día come este o en cualquier otro momento; de los que reaparecen en fechas señaladas; de los que nunca se fueron aunque ni siquiera aparezcan; de los que siempre están llegando y de los que están por llegar; de los que se fueron demasiado pronto y los que llegaron para quedarse; de los que sentimos siempre cerca por más que nos alejemos de ellos; de los que ellos saben y de los que nunca lo sabrán; de los que me quieren mucho, de los que me quieren un poco y sobre todo de los que me quieren bien. Y muy especialmente de los que más me quieren cuando menos lo merezco.
A todos os deseo una pizca de ilusiones renovadas para meternos en el 2020 con una inercia positiva que nos permita disfrutar del camino. A todos os emplazo a no desistir en el empeño de ser felices, también en Navidad. Y no olvidéis brindar 'por nuestros sueños'.
martes, 24 de diciembre de 2019
sábado, 7 de diciembre de 2019
Recuperar el tiempo perdido
Dice un buen amigo que ahora le toca "recuperar el tiempo perdido". Comparte conmigo sus planes en busca de complicidad y me coloca ante una compleja disyuntiva, porque es bien sabido que a los amigos hay que decirles siempre la verdad por dolorosa que resulte, pero también hay momentos en los que la amistad nos obliga a aplicar un tratamiento de choque a base de mentiras piadosas, al menos hasta que baje la inflamación provocada por una crisis existencial aguda.
Por eso he preferido no decirle que no debería perder el tiempo tratando de recuperar el tiempo perdido. Tampoco le he contado que el intento de recuperar el tiempo perdido es una aspiración tan legítima como absurda. Un objetivo aparentemente lógico pero de imposible cumplimiento y, casi siempre, el camino directo hacia la melancolía.
Podemos recuperar el instinto goleador si alguna vez lo tuvimos o la pelota que se nos coló en el balcón del vecino mientras jugábamos en el patio. Podemos recuperar, con la ayuda de los bomberos, al gato que se encaramó en la rama más alta del árbol. Podemos recuperar el aliento cuando llegamos al descansillo del quinto y, con mucho sacrificio, tal vez podamos recuperar alguna vez nuestro peso ideal. Por poder, hasta se pueden recuperar -se han dado casos- las ganas de amar y de vivir después de haber tocado fondo. Pero el tiempo no. No podemos recuperar el tiempo perdido. El tiempo consumido ya no se puede reponer. El depósito de tiempo con el que emprendemos el viaje no es recargable, lo vamos gastando minuto a minuto. Y aunque se lo haya prometido a mi amigo, no es cierto que tenga aparcado en la puerta el DeLorean de Doc Brown.
El caso de mi amigo es un buen ejemplo de ello. Tratar de recuperar el tiempo perdido es, casi siempre, la respuesta al fracaso en el que nos adentramos por culpa de una mala decisión, o de unas cuantas. Un inútil intento por volver al punto exacto en el que decidimos subirnos a un tren que nos llevó a un destino equivocado. Pretendemos volver al mismo anden pero será otro el tren al que podremos subirnos o dejar pasar.
Podemos volver a la Universidad y descubrir ahora el placer de estudiar, sin más pretensión que descubrir nuevos mundos, sin agobios ni presiones por el futuro que depende de unas notas, pero no podemos volver a los 21 ni será la chica de ayer la que esté sentada en el pupitre de al lado. Podemos recorrer el mismo camino y hasta volver a tropezar en la misma piedra, pero las hojas de los árboles serán otras. Es posible que la vida se nos brinde en cueros y nos regale mil oportunidades más, pero serán otras oportunidades. Los besos que no dimos ya murieron en labios ajenos.
El tiempo que fuimos es la huella que dejamos al pasar, la historia que no podemos reescribir por más que adornemos el relato en el libro de memorias, el mejor aval para tratar de aprovechar -desde este mismo instante- el único tiempo que existe, el que tenemos por delante. Si encuentro la manera de hacerlo, le explicaré a mi amigo que deberíamos afrontar el reto sabiendo, como sabemos, que no tenemos ni idea de la fecha de caducidad que llevamos grabada en el cogote.
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Por eso he preferido no decirle que no debería perder el tiempo tratando de recuperar el tiempo perdido. Tampoco le he contado que el intento de recuperar el tiempo perdido es una aspiración tan legítima como absurda. Un objetivo aparentemente lógico pero de imposible cumplimiento y, casi siempre, el camino directo hacia la melancolía.
Podemos recuperar el instinto goleador si alguna vez lo tuvimos o la pelota que se nos coló en el balcón del vecino mientras jugábamos en el patio. Podemos recuperar, con la ayuda de los bomberos, al gato que se encaramó en la rama más alta del árbol. Podemos recuperar el aliento cuando llegamos al descansillo del quinto y, con mucho sacrificio, tal vez podamos recuperar alguna vez nuestro peso ideal. Por poder, hasta se pueden recuperar -se han dado casos- las ganas de amar y de vivir después de haber tocado fondo. Pero el tiempo no. No podemos recuperar el tiempo perdido. El tiempo consumido ya no se puede reponer. El depósito de tiempo con el que emprendemos el viaje no es recargable, lo vamos gastando minuto a minuto. Y aunque se lo haya prometido a mi amigo, no es cierto que tenga aparcado en la puerta el DeLorean de Doc Brown.
El caso de mi amigo es un buen ejemplo de ello. Tratar de recuperar el tiempo perdido es, casi siempre, la respuesta al fracaso en el que nos adentramos por culpa de una mala decisión, o de unas cuantas. Un inútil intento por volver al punto exacto en el que decidimos subirnos a un tren que nos llevó a un destino equivocado. Pretendemos volver al mismo anden pero será otro el tren al que podremos subirnos o dejar pasar.
Podemos volver a la Universidad y descubrir ahora el placer de estudiar, sin más pretensión que descubrir nuevos mundos, sin agobios ni presiones por el futuro que depende de unas notas, pero no podemos volver a los 21 ni será la chica de ayer la que esté sentada en el pupitre de al lado. Podemos recorrer el mismo camino y hasta volver a tropezar en la misma piedra, pero las hojas de los árboles serán otras. Es posible que la vida se nos brinde en cueros y nos regale mil oportunidades más, pero serán otras oportunidades. Los besos que no dimos ya murieron en labios ajenos.
El tiempo que fuimos es la huella que dejamos al pasar, la historia que no podemos reescribir por más que adornemos el relato en el libro de memorias, el mejor aval para tratar de aprovechar -desde este mismo instante- el único tiempo que existe, el que tenemos por delante. Si encuentro la manera de hacerlo, le explicaré a mi amigo que deberíamos afrontar el reto sabiendo, como sabemos, que no tenemos ni idea de la fecha de caducidad que llevamos grabada en el cogote.
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