Nada, de Carmen Laforet, fue una de aquellas primeras novelas de juventud a las que te acercas por obligación y acaba convirtiéndose en uno de los motivos que te llevan a leer por devoción. Volvió a mis manos por casualidad hace unos días y creo que volveré a leerla, aunque nunca sabes si el reencuentro removerá o enturbiará el poso que dejó aquella obra en mi yo adolescente. Habrá que asumir el riesgo.
Salvo que la relectura dicte otra cosa, guardo el recuerdo de la sencillez narrativa de una escritora muy joven. Con el tiempo valoras más las cosas sencillas y también el talento de los que saben contarlas.
El título también era un buen escaparate para el relato de una realidad en la que aparentemente no ocurría 'nada' relevante, aunque en el fondo la historia tenía una fuerza enorme y era también el retrato de la resignación con la que se asumía la vida cotidiana en aquella España sombría de posguerra.
En todo caso, la cuestión no es esa. El título de la novela es solo una excusa para transitar hacia una idea, seguramente ingenua, basada en una especie de anhelo por los 'días en blanco'. O dicho de otra manera, por el vano intento de emprender una rebelión contra la dictadura del acontecimiento. La sucesión de tareas -las que tenemos de verdad y las otras- ocupan nuestro tiempo, invaden el territorio de los tiempos muertos y hasta se cuelan en los sueños.
Un día que no pase a la historia, que no nos deje motivos grandiosos para recordarlo toda la vida ni razones para tratar de olvidarlo. Un día sin nada que explicar y sin explicaciones que pedir. Un día sin decisiones vitales que tomar, en el que lo más importante sea elegir entre el blanco o el tinto.
Un día de esos que nunca se dan, salvo que un día se demuestre lo contrario. Sin actividades extraescolares ni una final de la Champions que nos ponga de los nervios. Un día del que no esperemos nada y en el que el mundo no espere nada de nosotros. Un día sin fuegos de artificio y en el que -incluso si el enemigo se pone a tiro- solo disparemos balas de fogueo. Un día sin una ínsula que gobernar, sin ejercer de héroe o de villano, sin una escoba que vender ni una cana que echar al aire.
Un día sin nada que escribir en el blog ni paisajes bucólicos que exhibir en instagram.
Un día sin nada que decir, de esos que no nos dicen nada.
Un día sin coronas ni cadenas.
Un día para no tener envidia de los que nunca hacen nada.
Un día de esos que pasan sin pena ni gloria y tampoco pasa nada.