viernes, 14 de agosto de 2020

LIV: De los años increíbles y algunas certezas

Casi todo es diferente en 2020, pero ninguna pandemia logró jamás detener al calendario. Agosto ha llegado puntual -con sus calores sofocantes, sus tormentas y sus amores veraniegos- para brindarnos una nueva oportunidad de mantener esta saludable costumbre de ir apilando años. No es un detalle menor y supongo que esta cita bloguera anual debería reflejar el valor especial que esta vez tiene el acontecimiento, aunque tampoco podré dejar de pasarme -me temo- por ese territorio pantanoso de las reflexiones existenciales que acompañan siempre al cambio de dígito.
Si algo nos ha enseñado este tiempo de zozobra contenida es que el mundo -el propio y el resto- no se detiene aunque una avalancha lo ponga patas arriba. No podemos abrir un paréntesis en el que resguardarnos del aguacero, ni vendría a cuento dejar de mojarnos teniendo en cuenta que seguimos por aquí para contarlo. Tampoco vamos a agotar un tiempo muerto para diseñar en la pizarra la estrategia del próximo ataque estático. A estas alturas, no tendríamos que centrar nuestros mayores desvelos en elaborar una táctica para ganar el partido a cualquier precio, aunque ni el resultado nos da igual ni hay que descartar completamente que, además, hayamos venido a emborracharnos.
En eso que un amigo define como 'orografía de la edad', es importante asumir que el pico de la curva lo dejamos atrás hace ya un buen rato, sobre todo para evitar deslizarnos por la ladera de las lamentaciones o, peor aún, caer en las garras de la melancolía. 
Hace tiempo que transitamos por esa edad `consolidada´ que nos castiga con achaques variados, que vacía el depósito de la paciencia y descubre todo un catálogo de manías que hemos ido acumulando con los años. Pero esta desescalada que afrontamos sin libro de instrucciones ni hoja de ruta, además de inevitable, también nos permite apreciar paisajes, momentos, detalles y destellos vitales en los que antes apenas reparábamos. No se trata solo de aquéllas pequeñas cosas que Serrat hizo grandes, también podemos convertir la convulsión de los últimos meses en el mejor bálsamo contra la resignación. Porque a pesar de las circunstancias, o precisamente en estas circunstancias, tenemos nuevos argumentos para combatir las excusas y seguramente más motivos que nunca para dejar de darle tiempo al tiempo
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Mientras decido si algunas de las cosas vividas este 2020 han ocurrido realmente, me quedo con algunas que empiezo a dar por ciertas:
De un año a esta parte ha crecido la deuda de gratitud que mantengo con mis amigos y con la gente que me quiere. 
Para mis enemigos, si surgieran algún día, reservo un par de horas muertas. 
Los sueños siguen teniendo nombre de mujer y de los juegos de mesa me quedo con las damas, aunque no gane ni una partida. 
Estoy aprendiendo a decir adiós cada vez que llego a un lugar para no tener que despedirme cuando decido marcharme. 
Ya casi nunca escribo entre líneas pero estoy tratando de aprender a leer los silencios
Con pasión las cosas pueden salir mal, pero sin pasión nunca estarán bien. 
Cuando me pongo más moñas de la cuenta me tomo un par de cucharadas de Jarabe de palo. Mano de santo.











sábado, 1 de agosto de 2020

Julio

Antes de que agosto dicte sentencia, no me resisto a darle unas pinceladas al lienzo de este mes de julio que casi tenemos secando al sol y que ha venido a demostrarnos que la nueva normalidad queda lejos de la vieja realidad. Como suponíamos, los codazos no pueden llenar el espacio que ocupaban los abrazos ni las sonrisas han aprendido a sobrevivir bajo la mascarilla, pero también hemos constatado en julio que -sin llevarle la contraria al maestro Sabina- todavía quedan islas para naufragar y, en algunos casos, con vistas al mar y árboles junto a la playa
La realidad -la nueva también- la vamos construyendo a trompicones entre brotes y rebrotes, entre el miedo a los contagios y el anhelo por recuperar el terreno perdido en esa parcela de la independencia vital que nos permitía movernos, tocar y respirar sin complejos ni temores. Afrontamos la cruda normalidad con las cicatrices que este territorio inhóspito por el que transitamos nos ha dejado en la piel en forma de dudas existenciales. Y también con alguna certeza con la que tal vez algún día encontremos la manera de enfrentarnos.

Pero julio nos ha recordado además que ese tiempo que resbala por las paredes de cristal del reloj de arena también nos pertenece y, aunque el mundo se detenga hasta quedar amontonado e inerte, podemos darle la vuelta para que todo vuelva a empezar. 
Siempre queda la opción de dejar las cosas en el sitio que aparentemente le corresponden, o esperar una señal para hacer girar el reloj. Un buen amigo me cuenta emocionado que este mes de julio le ha dado la oportunidad de capturar uno de esos momentos que la vida te regala cuando no lo esperas, uno de esos instantes fugaces que quedan grabados para siempre en ese lugar en el que reposan los suspiros. Aunque todavía -dice- esté intentando averiguar si fue el comienzo de una historia que está por escribir o el desenlace de un sueño imposible. No me resistía a contarlo. 
El caso es que este mes de julio nos ha hecho aún más expertos en pandemias y nos ha cargado la mochila con viejos y nuevos temores. Pero también nos ha permitido fabricar recuerdos que forman ya parte de las provisiones de las que podremos echar mano para sobrellevar mejor el próximo confinamiento.