Hasta aquí hemos llegado, que no está mal para empezar. Hace ya un año que estrené la ele mayúscula que me sitúa en la que un amigo define como 'edad consolidada'. Hoy le he colocado un palito al lado (LI) y, de paso, me he parado un momento a repasar la lista de algunas de las muchas tareas pendientes.
Lo primero que debo hacer es una muesca en la culata del calendario, que no es cosa menor. El destino no siempre está al tanto de estas cosas de la edad y si algo deberíamos haber aprendido es la lección de los que se fueron antes de tiempo, de los que se quedaron en el camino sin venir a cuento. Ellos y otros que tenemos cerca en plena batalla contra ese desatino nos recuerdan hasta qué punto malgastamos lágrimas y racaneamos abrazos y sonrisas.
Eso, junto con tantas muestras de afecto recibidas, deberían recordarme que no siempre acertamos en el reparto del tiempo, que le dedicamos mucho más del que debiéramos a gentes y asuntos que no lo merecen.
Me pongo a la faena. A ver si avanzamos hacia el segundo palito con algo de criterio.
Un día de estos, ahora que he terminado de encalar la casa, tendré que colocar por fin las cosas en su sitio.
Un día de estos, en cuanto recobre la locura, debería poner en su sitio al viejo gruñón que llevo dentro desde niño, empeñado en meterme en discusiones por menos de nada y por casi todo.
Un día de estos voy a mandar a paseo al eterno aprendiz de poeta que se dedica a escribir, en mi nombre, cartas de amor a la vecina de al lado. Ya ni me saluda cuando me cruzo con ella en el descansillo.
Un día de estos saldré a quemar la noche con el canalla al que nunca quise dar una oportunidad y al que más de una vez habría querido parecerme.
Uno de estos días guardaré los tapones de los oídos en el ultimo cajón de la mesilla de noche para echarme a navegar sin miedo a dejarme seducir por los cantos de sirena.
Un día de estos, en cuanto se descuide, volveré a serle infiel a la soledad por más que trate de conquistarme con un anillo de compromiso.
Un día de estos apostaré por el caballo ganador. Y si tampoco tuviera suerte, esperaré a que apuesten por mi para ganar la carrera.
Uno de estos días, en cuanto haya renunciado definitivamente a los sueños utópicos, me centraré en los sueños imposibles.
Un día de estos me sentare en el andén de la estación por la que siempre pasan de largo los trenes a los que nunca me subiría.
Un día de estos, en cuanto encuentre el modelo adecuado, tengo que dejar de ser yo mismo para convertirme en el hombre que debería haber sido alguna vez.
Uno de estos días, en cuanto se me ocurra el tema adecuado y la manera de contarlo, prometo escribir alguna cosa que tenga sentido.
domingo, 13 de agosto de 2017
viernes, 4 de agosto de 2017
Premio de consolación
Volvamos a los asuntos importantes. Los que nos trajeron aquí en el origen, a rebufo de una carta de amor. Aprovechemos, de paso, los efluvios de la epidemia matrimonial veraniega desatada a mi alrededor, aunque más allá de la predisposición ocasional, reconozco cierta debilidad por historias como la de Joyce y Frank, una pareja de británicos que murieron el mismo día después de 77 años de matrimonio.
Tiende uno a imaginar la cantidad de capítulos que escribieron juntos hasta rematar el guión con el único desenlace posible. Quiere uno creer que avanzaron de la mano por un terreno de complicidad poco común que debió ir ganando en consistencia a medida que superaban obstáculos que, sin duda, encontraron en el camino. La fortaleza de la relación debió llegar a la máxima expresión de madurez en un momento en el que ambos asumieron que el final se acercaba y que la vida de uno dejaría de tener sentido sin la vida del otro. Podemos dejarnos llevar incluso por la escena de ese último día y esa despedida en el que se solaparían la emoción y la dulzura con la que miraría al otro el último en cerrar los ojos. Podríamos incluso ponerle letra y música a la historia en un bolero que le cantaría al amor infinito y nos invitaría a creer que es posible morir de amor, o por amor.
Luego cae uno en la cuenta de aquello que Sabina nos enseñó sobre los boleros en su Canción de las Noches Perdidas* y vienen otras voces a poner las cosas en su sitio, o al menos en otro sitio. Es el caso de un buen amigo, de mala reputación, que opta abiertamente por otorgar a estos asuntos del amor o el romanticismo un discreto papel secundario en el escenario de las relaciones de pareja. No es la suya, ciertamente, una teoría científicamente demostrada, pero hay que reconocerle una notable experiencia en estas cuestiones. Después de dos bodas y tres o cuatro divorcios nos citó el otro día para anunciarnos su próximo enlace, convencido de haber dado con el secreto de la estabilidad, que consistiría -según su hipótesis- en la capacidad de uno para soportar los defectos del otro o, en todo caso, para hacerlos compatibles. Basado en hechos reales y vividos en primera persona, explica con naturalidad que su primera mujer le puso las maletas en la puerta cuando le pilló en plena faena con una camarera paraguaya; con la segunda ocurrió algo similar, pero esta vez fue ella la que intimó con un portero, de discoteca. En definitiva, en cualquiera de los relaciones -concluye mi amigo- podría haber llegado a celebrar las bodas de oro con una aplicación acompasada de la fidelidad, o de la infidelidad. Nunca lo sabremos. Como tampoco sabemos -aunque algo intuimos- qué ocurrirá en su próximo intento.
Al fin y al cabo en estas cuestiones nada es verdad o mentira. O dicho de otra forma, todo es mentira o verdad, o ni siquiera eso, o ambas cosas son ciertas al mismo tiempo. Lo único que parece indiscutible es que no existen fórmulas magistrales, aunque en este contexto estaría bien poder regalar a los contrayentes que he visto desfilar estos días por mi jardín los ingredientes secretos -seguramente a todos se nos ocurren unos cuantos que no deben faltar- de la receta de Joyce y Frank.
Pero tampoco descarto que, una vez superado el arrebato de enlaces y anillos, caiga uno en la cuenta de que encontrar a la media naranja y compartir con ella toda una vida puede ser un magnífico premio de consolación, nunca tan valioso como el de encontrar a la pareja ideal cada noche.
...Miente como mienten todos los boleros*
Tiende uno a imaginar la cantidad de capítulos que escribieron juntos hasta rematar el guión con el único desenlace posible. Quiere uno creer que avanzaron de la mano por un terreno de complicidad poco común que debió ir ganando en consistencia a medida que superaban obstáculos que, sin duda, encontraron en el camino. La fortaleza de la relación debió llegar a la máxima expresión de madurez en un momento en el que ambos asumieron que el final se acercaba y que la vida de uno dejaría de tener sentido sin la vida del otro. Podemos dejarnos llevar incluso por la escena de ese último día y esa despedida en el que se solaparían la emoción y la dulzura con la que miraría al otro el último en cerrar los ojos. Podríamos incluso ponerle letra y música a la historia en un bolero que le cantaría al amor infinito y nos invitaría a creer que es posible morir de amor, o por amor.
Luego cae uno en la cuenta de aquello que Sabina nos enseñó sobre los boleros en su Canción de las Noches Perdidas* y vienen otras voces a poner las cosas en su sitio, o al menos en otro sitio. Es el caso de un buen amigo, de mala reputación, que opta abiertamente por otorgar a estos asuntos del amor o el romanticismo un discreto papel secundario en el escenario de las relaciones de pareja. No es la suya, ciertamente, una teoría científicamente demostrada, pero hay que reconocerle una notable experiencia en estas cuestiones. Después de dos bodas y tres o cuatro divorcios nos citó el otro día para anunciarnos su próximo enlace, convencido de haber dado con el secreto de la estabilidad, que consistiría -según su hipótesis- en la capacidad de uno para soportar los defectos del otro o, en todo caso, para hacerlos compatibles. Basado en hechos reales y vividos en primera persona, explica con naturalidad que su primera mujer le puso las maletas en la puerta cuando le pilló en plena faena con una camarera paraguaya; con la segunda ocurrió algo similar, pero esta vez fue ella la que intimó con un portero, de discoteca. En definitiva, en cualquiera de los relaciones -concluye mi amigo- podría haber llegado a celebrar las bodas de oro con una aplicación acompasada de la fidelidad, o de la infidelidad. Nunca lo sabremos. Como tampoco sabemos -aunque algo intuimos- qué ocurrirá en su próximo intento.
Al fin y al cabo en estas cuestiones nada es verdad o mentira. O dicho de otra forma, todo es mentira o verdad, o ni siquiera eso, o ambas cosas son ciertas al mismo tiempo. Lo único que parece indiscutible es que no existen fórmulas magistrales, aunque en este contexto estaría bien poder regalar a los contrayentes que he visto desfilar estos días por mi jardín los ingredientes secretos -seguramente a todos se nos ocurren unos cuantos que no deben faltar- de la receta de Joyce y Frank.
Pero tampoco descarto que, una vez superado el arrebato de enlaces y anillos, caiga uno en la cuenta de que encontrar a la media naranja y compartir con ella toda una vida puede ser un magnífico premio de consolación, nunca tan valioso como el de encontrar a la pareja ideal cada noche.
...Miente como mienten todos los boleros*
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