Era una mañana soleada del mes de diciembre de 2011 y aunque la temperatura -decían allí- estaba por encima de la habitual en esas fechas, recuerdo especialmente el frío. Era un frío intenso pero sobre todo era un frío especial, diferente. Lo he revivido ahora, cuando se se cumplen 70 años de la liberación de Auschwitz, al ojear las pocas fotos que guardo como recuerdo de mi paso por ese lugar.
Al verlas ahora me parece entender mejor las sensaciones allí experimentadas. No era el frío exterior el que provocaba miradas gélidas. Es un frío de dentro afuera el que ahora percibo en esas imágenes.
Basta una ropa adecuada de abrigo para soportar el frío exterior. Pero el otro no. El otro no hay manera de combatirlo. Es puro hielo el que sientes al pisar esa arena oscura del Campo mientras la mente te lleva una y otra vez a imaginar el efecto que ese mismo frío debía causar en aquellos cuerpos en los que no había más que hueso y piel, cubiertos únicamente por una especia de pijama de rayas. Es un frío que congela las entrañas, que se queda adherido a los huesos cuando percibes que esa circunstancia -la temperatura invernal en ese rincón del mundo- era posiblemente una de las torturas más llevaderas de las que allí se administraban.
El frío de Auschwitz es un frío de muerte y dolor; se queda impregnado cuando tocas los muros de los barracones para asegurarte físicamente de que es real eso que tienes delante. El dolor se palpa en las paredes y en los camastros; el dolor y el frío se mastican en el ambiente y resbala con las lágrimas por el rostro de una mujer española que contempla toneladas del pelo o un cerro de zapatitos de niño al otro lado de las enormes vitrinas del Museo.
El dolor también es frío y atraviesa los muros de Birkenau deslizándose por las vías muertas. Si te fijas bien puedes percibir junto a los raíles el estruendo de un silencio que oculta el eco de los lamentos que quedaron atrapados para siempre en un viejo vagón de madera que sigue parado en medio de la enorme explanada; gritos de angustia que se mezclan con otra huella, la de los alaridos y los golpes con los que los SS recibían el cargamento en el andén.
Es imposible imaginar lo que debía ser un minuto en el infierno de aquella fábrica de muerte y de maldad cuando el frío ahora -70 años después- te empuja a salir lo antes posible de un lugar al que has acudido por voluntad propia. Es imposible hacerse una idea del efecto que ese frío provocaba en esos seres humanos que no tenían más razón de ser que llegar a la noche con vida, suponiendo que se pueda definir como vida una existencia como esa.
Son muy pocos los que aún pueden dar testimonio de aquél horror abominable. He visto sus gestos, sus miradas de niebla y frío cuando han vuelto al escenario del horror siete décadas después. Y con todo, no puedo dejar de imaginar la sangre congelada en las venas de esos supervivientes ante cada uno de los millones de votos que reciben en cualquier lugar de Europa los herederos de los que no consiguieron culminar aquella obra de crueldad infinita.
jueves, 29 de enero de 2015
domingo, 18 de enero de 2015
Nadie llora en el Savoy
José Luis Alvite ha muerto de nuevo. Dicen que esta vez va en serio, pero nadie en el Savoy llora su pérdida porque en ese antro de mala vida, la muerte no es más que una nota más en el saxo que suena de fondo; allí no hay personajes capaces de derramar una lágrima y menos por un tipo que se ha pasado la vida rumiando su propio epitafio.
"La primera vez que leí a Alvite -contaba David Gistau- estuve tentado de llamar a la Policía. Por si llegaba a tiempo a impedir el suicidio, porque aquello sonaba a nota de despedida, a autopsia de uno mismo".
Descubrí a Alvite en la radio, con esa voz humeante y resacosa de la que brotaban "tipos duros que no aliñan la ensalada con morfina. Tipos como Charlie Mcay; el bueno de Charlie. Fue en el 74, aquella noche cenó tres platos con cuatro balas en el estómago; a las cinco de la madrugada se levantó y pidió disculpas. Dijo que se iba para estar en casa a tiempo de abrirles la puerta a los muchachos de la funeraria".
Una vez entrabas en ese mundo masticabas con él ese humo del Savoy por el que un día podía asomar una celebridad: "Se fuma mucho en el Savoy. Se fuma tanto en el club de Ernie Loquasto, muchacho, que incluso, es gris el jabón de tocador. En el estrambote del humo se alargan los modales de los matones y las faldas de las bailarnas. Un día que se cayó por el Savoy, me dijo Sinatra: 'Dicen que fumo demasiado. No sabría qué decirte al respecto. Solo sé que el humo de un cigarro es el defecto que mejor le sienta a mis ojos azules'. Eso me dijo Frakie, un tipo que se cepillaba los dientes con un cigarro en la boca".
Alvite sabía donde se metía; imagino que la mala vida era la mejor vida posible para gente como él y asumía sin rechistar las consecuencias. "En el Savoy -decía- admiramos siempre al pobre Charlie Parker. Charlie murió con veinte años más de los que tenía. Reventó como una escupidera encima de una señora blanca entre cuyas piernas los labios de Charlie eran mullidas manos sin dientes. Le mató la mala vida. A lo tipos del Savoy se sabe que les matará la mala vida".
Escuché a su amigo Carlos Herrera (memorable y emocionante carta de despedida la que ha recibido) que Alvite escribía la crónica diaria, la grababa para la radio y tiraba a la papelera lo escrito. Supongo que ese sería el estilo que se imponía en un lugar así. "Me dijo de madrugada un tipo en el Savoy: Muchacho, la literatura es en apariencia algo tan sencillo como poner las palabras en cierto orden. Lo malo es que pruebas y nunca aciertas. Y entonces, maldita sea, comprendes que en acertar con el orden consiste también la lotería".
La suya era una "escritura terminal" a la vista de Gistau, aunque bien podría decirse que esta era solo otra faceta más de la filosofía vital en la que se debatían sus criaturas y él mismo. Dejó dicho "un viejo cliente del Savoy que el fracaso es el único sitio en el que puedes sentirte seguro. Nadie intenta quitarte el último puesto".
En el Savoy podías aprender que "el amor eterno es aquel cuyo fracaso se recuerda siempre" o que "el matrimonio sale mal con frecuencia, sobre todo si lo que os une es una coartada, un par de deudas o el rifle de su padre. Lo cierto es que el amor dura menos que el interés". El propio Alvite aplicaba su experiencia al respecto señalando que "la primera vez me casé por la iglesia; la segunda por lo civil; si hay una tercera, sera más realista que me case por lo penal".
Nunca hablé con Alvite, pero quiero pensar que eligió, a sabiendas, el papel de perdedor. Era su manera natural de expresarse, la que mejor encajaba en ese maravilloso laberinto de metáforas del que no podías ni querías escapar.
Parece evidente que nunca pretendió ser modelo de nada y para nadie, pero aún así, no puedo dejar de proclamar ese concepto de lo que Alvite -o tal vez alguno de esos tipos del Savoy- dejo dicho sobre esta profesión que algunos elegimos un día por vocación y que en otro tiempo incluso pudimos llegar a practicar: "Un periodista debe tener la curiosidad de una peluquera, la dignidad de un mendigo y ortografía bastante para saber que un texto no se puede empezar por una coma".
"La primera vez que leí a Alvite -contaba David Gistau- estuve tentado de llamar a la Policía. Por si llegaba a tiempo a impedir el suicidio, porque aquello sonaba a nota de despedida, a autopsia de uno mismo".
Descubrí a Alvite en la radio, con esa voz humeante y resacosa de la que brotaban "tipos duros que no aliñan la ensalada con morfina. Tipos como Charlie Mcay; el bueno de Charlie. Fue en el 74, aquella noche cenó tres platos con cuatro balas en el estómago; a las cinco de la madrugada se levantó y pidió disculpas. Dijo que se iba para estar en casa a tiempo de abrirles la puerta a los muchachos de la funeraria".
Una vez entrabas en ese mundo masticabas con él ese humo del Savoy por el que un día podía asomar una celebridad: "Se fuma mucho en el Savoy. Se fuma tanto en el club de Ernie Loquasto, muchacho, que incluso, es gris el jabón de tocador. En el estrambote del humo se alargan los modales de los matones y las faldas de las bailarnas. Un día que se cayó por el Savoy, me dijo Sinatra: 'Dicen que fumo demasiado. No sabría qué decirte al respecto. Solo sé que el humo de un cigarro es el defecto que mejor le sienta a mis ojos azules'. Eso me dijo Frakie, un tipo que se cepillaba los dientes con un cigarro en la boca".
Alvite sabía donde se metía; imagino que la mala vida era la mejor vida posible para gente como él y asumía sin rechistar las consecuencias. "En el Savoy -decía- admiramos siempre al pobre Charlie Parker. Charlie murió con veinte años más de los que tenía. Reventó como una escupidera encima de una señora blanca entre cuyas piernas los labios de Charlie eran mullidas manos sin dientes. Le mató la mala vida. A lo tipos del Savoy se sabe que les matará la mala vida".
Escuché a su amigo Carlos Herrera (memorable y emocionante carta de despedida la que ha recibido) que Alvite escribía la crónica diaria, la grababa para la radio y tiraba a la papelera lo escrito. Supongo que ese sería el estilo que se imponía en un lugar así. "Me dijo de madrugada un tipo en el Savoy: Muchacho, la literatura es en apariencia algo tan sencillo como poner las palabras en cierto orden. Lo malo es que pruebas y nunca aciertas. Y entonces, maldita sea, comprendes que en acertar con el orden consiste también la lotería".
La suya era una "escritura terminal" a la vista de Gistau, aunque bien podría decirse que esta era solo otra faceta más de la filosofía vital en la que se debatían sus criaturas y él mismo. Dejó dicho "un viejo cliente del Savoy que el fracaso es el único sitio en el que puedes sentirte seguro. Nadie intenta quitarte el último puesto".
En el Savoy podías aprender que "el amor eterno es aquel cuyo fracaso se recuerda siempre" o que "el matrimonio sale mal con frecuencia, sobre todo si lo que os une es una coartada, un par de deudas o el rifle de su padre. Lo cierto es que el amor dura menos que el interés". El propio Alvite aplicaba su experiencia al respecto señalando que "la primera vez me casé por la iglesia; la segunda por lo civil; si hay una tercera, sera más realista que me case por lo penal".
Nunca hablé con Alvite, pero quiero pensar que eligió, a sabiendas, el papel de perdedor. Era su manera natural de expresarse, la que mejor encajaba en ese maravilloso laberinto de metáforas del que no podías ni querías escapar.
Parece evidente que nunca pretendió ser modelo de nada y para nadie, pero aún así, no puedo dejar de proclamar ese concepto de lo que Alvite -o tal vez alguno de esos tipos del Savoy- dejo dicho sobre esta profesión que algunos elegimos un día por vocación y que en otro tiempo incluso pudimos llegar a practicar: "Un periodista debe tener la curiosidad de una peluquera, la dignidad de un mendigo y ortografía bastante para saber que un texto no se puede empezar por una coma".
No es seguro que Sinatra cantase My Way en el Savoy, pero quién puede decir que no fuera así.
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