El otoño, siempre conveniente, este año era además necesario. Se hizo esperar y pasará fugaz, pero en su estela quedará impregnado un leve soplo de alivio después de un verano en el que todo -incluido el calor- resultó especialmente asfixiante.
Tengo escrito, o por lo menos pensado, que el otoño es mi estación favorita del año. No descarto que sea cierto, aunque las cosas buenas o malas que nos ocurren no entiendan de estaciones, ni siquiera de andenes.

Pero pongamos el toque poético a la causa. Al otoño, en general, le sobran razones y colores para pintar paisajes, por dentro y por fuera, de esos en los que podemos recrearnos o perdernos y, en ocasiones, hasta nos permite reencontrarnos con algo, con alguien o con nosotros mismos.
Y luego está este otoño, tan similar y tan diferente a los anteriores y a los que vengan, especial en todo caso. A este otoño de 2025 le tenía tantas ganas que me preocupa y me da rabia dejarlo escapar sin exprimirlo como debiera. Demasiadas expectativas tal vez, porque ningún otoño, por más que aprecie y valore sus efectos terapéuticos, podría devolverme lo que el verano se quedó.
Desde este lado del otoño por el que transito asumo el reto de no detenerme a buscar palabras para tratar de llenar las hojas que se quedan en blanco. Están bien así, aportando un toque de quietud y silencio sobre el fondo gris que me ayudará, recostado en la melancolía, a cumplir el compromiso de ponerle al invierno buena cara.