Hace ya unos días que pasó por Toledo y yo tenía algunas notas que me permito compartir. Ya me pareció deslumbrante cuando fue Búfalo, un personaje al que ni siquiera Paco Rabal eclipsaba totalmente. Rafael Álvarez, el Brujo, daba vida a un limpiabotas que ejercía de ángel de la guarda del maestro 'Juncal' en una de esas series de culto (1984) a la que todos deberíamos volver alguna vez.
Incluso con una memoria como la mía, aún hoy podría elaborar una breve reseña con el argumento de aquella historia entrañable. Sin embargo, sales del Auditorio El Greco y resulta mucho más complicado explicar lo que ocurre en la hora y media que El Brujo emplea para poner en escena 'Dos tablas y una pasión'.
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Ni siquiera parece procedente recurrir al tópico para hablar de teatro en estado puro, porque lo suyo es otra cosa. Y tampoco podemos dar por buena su propia definición, aunque en varios momentos de la obra proclame que ese espectáculo al que estamos asistiendo es 'teatro moderno'. Demasiado abstracto o demasiado sencillo para quedarnos sin más con la explicación aunque lo proponga el mismísimo protagonista.
Lo bueno del caso es que tampoco se hace imprescindible clasificar o definir ese despliegue de ingenio. El Brujo es, sin duda, un personaje singular, seguramente único y hasta insólito. Y lo suyo -por decirlo de alguna manera- es una explosión de genialidad delirante, pero sobre todo de genialidad. Solo así se entiende que ese tipo -al que han confundido con Einstein o Punset- sea capaz de transitar entre siglos cual ágil saltimbanqui, con piruetas dialécticas de ida y vuelta para propiciar el encuentro con Santa Teresa o Cospedal, para evocar o provocar a Cervantes, a don Quijote o García-Page, para recitar a Calderón, desenmascarar a Shakespeare o proclamar su simonitis una vez que Fernando Simón empezó a hacer algún paréntesis en su presencia permanente en pantalla.
El Brujo puede deambular -sin darse importancia- entre el barroco y lo que ha sucedido esta misma mañana con la sabiduría pícara del Lazarillo, descarnadamente sutil en sus reflexiones, con la dosis justa de acidez y con un sentido del humor afinado y atinado. Sublime, sin más.
Ni me veo capaz de hacerlo ni parece oportuno meterse en sesudas disquisiciones sobre una obra de teatro como esta. No difiere mucho, ni falta que hace, de otras que han surgido de su desbordante creatividad, barnizada por la convulsión -propia y ajena- que ha dejado en el mundo este tiempo de pandemia, miedos y confinamiento. Tampoco es relevante. El Brujo puede perder el hilo o inventarse uno nuevo sobre la marcha. Y no importa si la improvisación es cierta o está meticulosamente preparada, el relato mantiene todo el encanto más allá de una coherencia que solo se explica por el influjo de ese teatro que destila ese tipo de los pelos alborotados que se mueve por el escenario como si jamás hubiera pisado cualquier otro lugar del mundo que no estuviera detrás de un telón.
El teatro del Brujo es Teatro, con mayúsculas. En el Siglo de Oro y durante mucho tiempo se acuñó y se aplicó asiduamente una especie de sello de calidad. 'Es de Lope' se decía para distinguir a las mejores obras teatrales, aunque con el tiempo terminó extendiéndose a otras manifestaciones artísticas o culturales; cualquier espectáculo brillante pasó a entrar el en catálogo de algo bien hecho, a la altura de Lope de Vega, aunque nada tuviera que ver su creación o ejecución. Tal vez, con el tiempo, cuando salgamos una noche del teatro con una sensación similar a la que nos dejó Dos tablas y una pasión, tendremos que decir que la obra 'es del Brujo', aunque solo sea para rememorar esa hora y media de delirante genialidad con la que un día del mes de mayo de 2021 nos deslumbró en un escenario de Toledo un tal Rafael Álvarez.