Esto de la pandemia ha sido y es una gran putada, un cataclismo que ha puesto a prueba los cimientos del mundo que conocíamos, incluido nuestro mundo interior. Una convulsión sin precedentes que afrontamos como mejor sabemos, como buenamente podemos o como nos dejan, si es que nos dejan.
Una conmoción propia y ajena a la que podemos recurrir para un roto o un descosido. A la sombra de la pandemia podemos formular la más eufórica exaltación de la vida o caer desplomados por efecto del mazazo que nos propinó este tiempo de muerte, miedo y desolación. Podemos proclamar la admiración absoluta por la generosidad humana o dejarnos llevar por el desaliento más profundo a la vista de la miseria con la que el mismo genero humano responde a la tragedia.
Este tiempo de primavera confinada ha sido tan increíble y tan incierto que sirve para explicar una cosa y la contraria, empezando por lo más inexplicable. Nunca tuvimos al alcance excusa tan convincente ni argumento de más peso para cualquier cosa que se nos ocurra, para ponernos en marcha o quedarnos quietos, para dar la nota, lanzar las campanas al vuelo, decir lo que nos venga en gana, quedarnos callados o incluso, si procede, para perder la cabeza por un amor imposible.
En semejantes circunstancias tenemos permiso -aunque nadie nos lo haya concedido- para pasar de la ilusión al abatimiento sin pestañear, o para transitar de la melancolía al entusiasmo sin tocar el suelo.
Se han quedado muchas lágrimas congeladas en las mejillas y demasiados abrazos atrapados en los cajones como para exigirnos ahora coherencia en lo que pensamos o sentimos y no sería de extrañar que entremos en la 'nueva realidad' con el pie cambiado o, peor aún, que nos peguemos de morros contra ella.
Todo lo que el BOE no nos resuelva, tendremos que construirlo con nuestros propios medios, con nuestros miedos y prejuicios, nuestras pequeñas y grandes miserias y, a ser posible, con una pizca de sentido común que hayamos guardado en la despensa. En ese escenario tenemos que afrontar la parte que nos toca, sin que ni siquiera esté claro que nos toque. Y menos aún que estemos en condiciones de hacerlo.
Las emociones decidirán por nosotros y, a priori, no parece ese el mejor antídoto contra el fanatismo galopante, ni tampoco la mejor garantía para aislarnos del contagio de ese virus del maniqueismo que se extiende sin remedio ni vacuna que lo detenga. Los malos son malísimos y los buenos -los nuestros- son buenísimos. Los rojos salen a quemar iglesias y los fachas a matar abogados laboralistas en Atocha. A Fernando Simón se le adora o se le odia, le subimos a los altares o nos apuntamos al linchamiento de las doce menos cuarto. En la nueva realidad se impone el gatillo fácil y si sales de caza y no se te pone a tiro ni una torcaz, a ver quién se resiste a meterle un plomazo a la milana del Azarías.
Hubo domingos de pandemía no tan lejanos en los que cualquier realidad habría sido mejor que la que teníamos entonces. Tal vez deberíamos tenerlo en cuenta para ponernos a la tarea, aunque solo sea por aprender, entre todos, a desentrañar sonrisas por debajo de la mascarilla.