Porque el balance del año recién terminado se adereza esta vez con un caldo que el tiempo va cociendo a fuego lento y, casi sin querer, nos adentramos por ese terreno pantanoso de la memoria selectiva o caprichosa. Pones el pie en 2020 y algún resorte invisible te desplaza hacia atrás en el tiempo para reparar, aunque sea por un momento, en lo diferente que era el mundo en general y nuestro mundo en particular hace 10 años.
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En fin, sin darnos cuenta, nos descubrimos ante el espejo con cara de panoli, hurgando en ese cajón en el que se han ido acumulando recuerdos y nostalgias, como tratando de desentrañar o desenterrar todas esas cosas que caben en una década, las que no caben en una vida entera y otras que apenas duran un segundo pero se quedan archivadas para siempre en algún lugar remoto que se esconde entre el alma y las vísceras.
No sé si me explico. Espero que no.
Los que consumimos una buena ración del siglo XX sabemos, o deberíamos saber, que ya no tenemos edad para andar preocupándonos por la edad que tenemos. Y menos aún para fijarnos en el debate sobre la fecha exacta en la que entramos oficialmente en la nueva década. Proclamo solemnemente inaugurados los años 20, que no es poca cosa teniendo en cuenta que hubo un tiempo en el que nos parecía un horizonte lejano cruzar la frontera del milenio.
El almanaque nos brinda un buen argumento, o al menos una excusa, para no detenernos demasiado esta vez en el catálogo de esos buenos propósitos que ligamos al año en curso recién inaugurado. Pero a la vista de los giros inesperados que el guión nos tenía reservados en estos dos últimos lustros tampoco parece que tenga mucho sentido empeñarnos en colocar un destino fijo en el navegador. Sobre todo, sabiendo como sabemos, de nuestra natural tendencia a salirnos de la ruta marcada, a perdernos de todas todas. En todo caso, si a pesar de todo hemos encontrado la manera de llegar hasta aquí, tal vez no sea un mal punto de partida perseverar en el empeño de seguir haciendo camino.