miércoles, 14 de agosto de 2019

LIII (de los reencuentros y otros versos sueltos)

Dicen en la radio (conviene hacer caso a la radio) que el verano es época de reencuentros. Es cierto. En mi caso, el mes de agosto y esta sana costumbre de ir poniéndole muescas al calendario, me trae de nuevo la cita con uno de esos dos momentos del año -el otro llega con las uvas- en el que uno se empeña en ponerle nota a lo que somos, a lo que hacemos, a lo que dejamos de ser, a lo que nunca fuimos.... Una especie de balance -no confundir con el examen de conciencia- en el que casi todo depende básicamente de la altura en la que pongamos el listón, del color de las gafas con las que miramos al horizonte o del instante en el que nos fijamos en la botella para comprobar si sigue medio llena.
Inútil ejercicio de funambulismo que nos conduce a través del alambre con el riesgo de caer a un lado o al otro mientras tratamos de encontrar el equilibrio imposible entre la complacencia y el abatimiento. A estas alturas deberíamos haber aprendido que todo el tiempo que dedicamos a preguntarnos adónde vamos y de dónde venimos se lo quitamos a disfrutar con más plenitud del dónde estamos.
Si algo podría habernos enseñado esta acumulación de hojas arrancadas al almanaque es que podemos convivir con las dudas y con las certezas, que los achaques y las arrugas son compatibles con pequeños y grandes placeres, que podemos esperar un poco más antes de confesar los pecados inconfesables, que cualquier tiempo pasado fue distinto, que darle valor a lo que tenemos no implica que todo esté bien y que instalarnos en el lamento o la resignación solo nos conduce a la melancolía y, desde luego, no nos ayudará a cambiar las cosas que no nos gustan.
La experiencia nos dice que estos brotes de existencialismo veraniego (suponiendo que fuese tal cosa) no tendrán mayores consecuencias prácticas. Si acaso, para tratar de entender que corremos el riesgo de dejar pasar las cosas que con el tiempo acaban siendo importantes. Algunas de ellas terminamos por apreciarlas en uno de esos reencuentros que la vida nos regala, aunque sea por sorpresa.
El tiempo ha terminado por darle la razón al gran José Alfredo y ya casi tenemos plenamente asumido que "nada me han enseñado los años". Aunque tal vez sea ese uno de los motivos por los que tenemos menos prejuicios para brindar con extraños en el último trago. También puede ser esa una de las razones por las que hemos ganado cierta capacidad para recrearnos en el regusto placentero de los reencuentros y con el tiempo tal vez nos ayude a dosificar el dramatismo que provocan los desencuentros.


Pd: Reencuentros al margen, la distancia recorrida desde que dejamos la casilla de salida provoca en ocasiones una dosis extra de prudencia que puede resultar conveniente, pero también nos permite sacar del armario algunos miedos y complejos guardados durante mucho tiempo. Supongo que eso explica esta aproximación insolente y provocadora al soneto -con perdón- con el que solo pretendo darle una vuelta al envoltorio de alguna reflexión intrascendente a cuenta de los nuevos guarismos que acabamos de estrenar. Cosas de la edad.

De casi todo ni mucho ni poco,
unos cuantos amigos, unas canas
y un toque de cordura para el loco
que a ratos todavía tiene ganas.

De la vida me queda lo vivido,
conservo algún soneto en la alacena
y con aquél beso que nunca olvido
de vino la botella medio llena.

Los árboles dibujan el destino,
ya nunca me enamoro por decreto,
los complejos escapan del armario.

No me fijo más meta que el camino
y confieso, aunque no sea un secreto,
que por ella he subido al escenario.