De repente, un día reproduces ante tu hijo con aparente naturalidad aquella frase que una vez te dijo tu padre: "pues yo con tu edad...". Y al margen de hacernos una ligera idea de lo rancia que le debe sonar la soflama que viene detrás de los puntos suspensivos, por un momento caemos en la cuenta de que nos pasamos la vida haciendo comparaciones. Y pocas veces para bien.
Comparamos nuestro tiempo vital con el de nuestro hijo, aunque el mundo ahora sea otro. Comparamos lo que hemos sido con lo que quisimos ser y lo que somos con lo que no renunciamos a ser algún día. Nos medimos con nosotros mismos y en nuestra relación con los demás. Comparamos lo que viene y lo que no viene a cuento y, de esa manera tan poco atinada, vamos creando esa realidad en la que casi nada es verdad o mentira, en la que todo depende.
Comparamos nuestro nuestro ford escort con el audi A6 del vecino del tercero, nuestro lof liftado con el revés de Federer y nuestro adosado en las afueras con el ático del barrio Salamanca de un primo segundo del pueblo.
Comparamos a Cristiano con Messi, a Sabina con Pavarotti, a Ortega con Gasset y a un vitorino con la cabra de la legión. Confundimos el culo con las témporas, las churras con los merinas, los churros con las porras y la gimnasia con la magnesia.
Comparamos una habitación del Hilton con el asiento trasero de un Simca 1000. Comparamos el primer amor y el primer beso con todos los amores y todos los besos que vinieron después. Y terminamos por confundir las bodas de oro con el amor eterno.
Nos empeñamos en comparar lo incomparable, aunque solo sea por defender lo indefendible. Aunque solo sea por aprender a deambular entre el éxito y el fracaso sin llegar a caer arrastrados -salvo que el guión lo exija- por el precipicio de los complejos o el abismo de la rutina.
Las comparaciones pueden ser odiosas pero también es cierto que su correcta aplicación -debidamente pautada y bien dosificada- se puede convertir en bálsamo eficaz para tratar las heridas provocadas por las envidias, los celos o los recelos.
Pero sobre todo las comparaciones parecen casi siempre inevitables. Por ellas y con ellas vamos del infierno al paraíso -o viceversa- sin pasar por la casilla de salida, aunque de esa manera dejemos pasar a diario la ocasión de disfrutar de ese espacio que por méritos propios nos hemos ganado en el purgatorio.
En todo caso, comparando todo lo que se ponga por delante, pasados unos pocos lustros, cuando el mundo sea otro y su espacio vital muy diferente, un día, de repente, nuestro hijo entenderá que su padre tenía parte de razón.